A propósito del 8 de marzo: Movilización social, patriarcado y despenalización del aborto

Por Consuelo Ahumada

Profesora de la Universidad Externado de Colombia y miembro de número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, ACCE. Cofundadora del Colectivo de Mujeres MALÚ. Tomado de El Bancario #15

El año pasado marcó un punto muy alto en la movilización social en varios países de América Latina, en especial en Chile y Colombia. Un avance notorio, y al mismo tiempo un reto permanente, ha sido el posicionamiento de los derechos de la mujer en esa lucha y la conciencia cada vez más clara de que el camino hacia una sociedad más justa e igualitaria no puede evadir la derrota del patriarcado y de todos los antivalores que le son inherentes, en lo que respecta a la concepción sobre la mujer, su papel en la sociedad y la perpetuación de los roles en función del género. Esta batalla contra un enemigo con un inmenso arraigo histórico, cultural y religioso, inmerso en la esencia misma del capitalismo, es la más difícil de librar y de alcanzar.

Tanto en Chile como en Colombia la movilización de meses se inició a partir de múltiples expresiones de descontento y de la convocatoria de los trabajadores organizados para enfrentar los efectos más nefastos del modelo neoliberal. Un modelo que en varias décadas ha llevado a una concentración cada vez mayor del ingreso en las élites dominantes y a la pauperización de amplísimos sectores de la clase media y las clases populares, así como a la destrucción de la naturaleza.

Sucesivas reformas en el campo laboral, pensional, tributario, de salud y educación han traído resultados cada vez más excluyentes para la mayoría de la población. Además, por la prevalencia de sociedades patriarcales y discriminatorias, la mujer tiene menor acceso a los servicios sociales básicos y a los derechos fundamentales, por lo que se ven todavía más afectadas. Sin entrar en datos más precisos, entidades como la ONU calculan que el 70% de los pobres del mundo son mujeres, por lo que hoy en día se ha generalizado el concepto de que “la pobreza tiene rostro de mujer”.

En el ámbito global, los tiempos que corren están marcados por el intento de normalizar y legitimar prácticas fascistas en el mundo entero y en ello trabajan sin descanso los grandes conglomerados de medios que buscan crear y manejar una opinión pública afín a los intereses de los grandes poderes. En el plano político, este proceso adquirió mayor relevancia con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. La prevalencia de expresiones y prácticas machistas, discriminatorias y de claro acoso sexual, por parte del mismo mandatario y sus amigos, justificadas por quienes siguen su pensamiento de extrema derecha, va de la mano del auge de la xenofobia, la homofobia, la exclusión social, la negación de la crisis climática y el recurso a la guerra para dirimir los conflictos e incrementar sus ganancias.

Frente a este fenómeno, la lucha de las mujeres y la visibilización de los abusos contra ellas han tenido hitos importantes en todas las latitudes. En el Norte, habría que mencionar la enorme movilización social, en especial de mujeres, que se dio en los inicios del gobierno del mandatario estadounidense y que ha llevado a un profundo rechazo de esas prácticas conservadoras, en particular entre los estudiantes, profesores y activistas sociales. Pero también al rechazo de todas estas acciones en eventos artísticos y deportivos de alcance mundial y el descrédito y sanción a reconocidas figuras de la política, las artes, el cine y la cultura, que han perdido sus privilegios debido a las acusaciones de acoso sexual y violación.

En América Latina la irrupción reciente de la movilización femenina ha trascendido la defensa de sus derechos económicos y sociales y ha puesto de presente expresiones todavía más trágicas. El reconocimiento y la denuncia permanente del feminicidio y de toda forma de violencia contra la mujer, en el hogar y en la calle, como práctica de estas sociedades excluyentes, ha adquirido mucha relevancia, en particular en México y Argentina, Chile y Colombia. El vínculo de estos crímenes con la prevalencia del patriarcado y la agenda fascista quedó en evidencia con el tremendo impacto del video “El violador eres tú”, que desde Santiago de Chile y en medio de la movilización social, recorrió el mundo y fue reproducido y apropiado por mujeres de todas las razas, credos y condiciones.

Por último, aunque no menos importante, la discusión sobre el aborto es un punto central de los derechos de la mujer. También es una tarea pendiente en buena parte de los países de la región. En Colombia en el 2006 la Corte Constitucional, respondiendo a la presión de numerosas organizaciones sociales, aprobó la sentencia C-335 sobre la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) en tres casos precisos: 1) riesgo de la salud física y mental de la mujer; 2) existencia de una malformación del feto que le impida tener una vida digna y 3) violación o inseminación artificial sin consentimiento. Pero esta sentencia, motivada por razones de salud y no por consideraciones subjetivas de índole moral y religiosa, tal como debe ser en un Estado laico, ha chocado con múltiples obstáculos, inherentes a la naturaleza conservadora de los sistemas de justicia y de salud.

Hoy, en momentos en que se conmemora esta fecha del 8 de marzo, la Corte Constitucional acaba de pronunciarse sobre una ponencia que buscaba la despenalización del aborto en todos los casos, durante las 16 primeras semanas de embarazo. En medio de fuertes presiones de sectores conservadores, su decisión fue la de no debatir el tema. El presidente Duque y su partido de extrema derecha, al frente de las presiones, pretendieron eludir el debate y apelan al sentimiento y a la manipulación religiosa de amplios sectores de la población. Sí, precisamente los mismos que en el 2016 votaron en contra del plebiscito por la paz, entre otras cosas porque el Acuerdo Final supuestamente iba a imponer la llamada “ideología de género”.

Quienes se oponen a la despenalización del aborto e incluso a la sentencia C-335 desconocen al menos dos realidades: la primera, la legalización es el reconocimiento de un derecho fundamental de la mujer de decidir sobre su propio cuerpo y sobre su vida; en ese sentido, es un derecho, no una obligación. Cada mujer, en sus condiciones específicas, particulares y sociales, debe contar con este derecho. La segunda, la práctica clandestina del aborto existe y es un problema gravísimo de salud pública, en Colombia y en muchos otros países del mundo, en especial para las mujeres de escasos recursos, que no pueden acceder a los servicios privados que lo realizan de manera segura.

Resulta irónico que este gobierno, que ha dado muestras inequívocas de despreciar las condiciones sociales, los derechos fundamentales y la vida de los niños y las niñas, insista ahora en aparecer como defensor de la vida.

[*] Profesora de la Universidad Externado de Colombia y miembro de número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, ACCE. Cofundadora del Colectivo de Mujeres MALÚ.

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