Las masacres y el fracaso de la guerra contra las drogas

En Estados Unidos, la floreciente industria de la marihuana, que cotiza en bolsa, es un gran contribuyente al fisco. Mientras nuestro país continúe en la obediencia ciega al obtuso y deshonesto mandato norteamericano de la guerra contra las drogas, y de los organismos internacionales bajo su control, nos quedaremos con la guerra y no alcanzaremos ni consolidaremos nunca la necesaria paz con una verdadera justicia social a la que tienen derecho los habitantes de toda Colombia. Se debe abrir un intenso debate alrededor de este asunto y no seguir al gobierno en esta equivocada y costosa política que aborda el problema solo en función de su política criminal y en función de la política exterior norteamericana. Ese debate debe ser nacional y global sobre las implicaciones nacionales e internacionales de la ilegalidad de las drogas, buscar alternativas a esta guerra inútil que nos está llevando de nuevo al incremento de la violencia y con riesgos también crecientes de que el narcotráfico sirva de excusa para una confrontación internacional.

Por Fernando Guerra Rincón
Investigador del Centro de Investigaciones del Pacífico (CEMPA), Universidad del Valle

La secuencia de masacres que llenan de cruces ciudades y campos en Antioquia, Cauca, Nariño, Norte de Santander, Putumayo, Chocó, Valle del Cauca, Córdoba, Casanare, Atlántico, Tolima, Magdalena, Arauca, Huila, a lo largo del 2020, con saldo de más de 200 colombianos asesinados, a pesar de la proliferación de alertas tempranas proferidas por instituciones como la Defensoría del Pueblo, habla del absoluto fracaso de la guerra contra las drogas donde se diluye, en medio de un charco de sangre, la posibilidad de una paz cierta y duradera.

Cada una de estas masacres en áreas rurales, dispersas de esos territorios, tienen una íntima relación con la pobreza de esas regiones, con la condición de que somos el país mayor productor de cocaína del mundo, que los señores de la droga se encargan eficazmente de surtir y a la incapacidad del Estado colombiano de encarar de manera más eficaz la lucha contra este negocio que a lo largo de casi cinco décadas ha demostrado ser costosa en vidas humanas, recursos económicos e inútil.

En las barbas de la política de la paz con legalidad, la versión del gobierno Duque de la guerra contra las drogas, se presentan estas masacres que el gobierno llama eufemísticamente homicidios colectivos, una categorización tan aterradora como el de los falsos positivos[1]. Ante la política de paz con legalidad que esgrime el gobierno, lo único que se abre paso son las masacres, los desplazamientos, los asesinatos selectivos de líderes y lideresas[2] sociales, donde el ejército y el gobierno siempre llegan tarde a recoger los muertos y a tratar de explicar lo inexplicable, a hacer las mismas cosas que siempre han hecho sin resultados, a prometer lo incumplible en el marco de la austeridad económica que guían las disposiciones del gasto del gobierno central.

La mayoría de estas matanzas en Tumaco, en Pialipi Pueblo Viejo, un resguardo awá en Leiva, en Samaniego, en El Tambo, todas en territorios del Pacífico colombiano donde la pobreza y la miseria más atroz acompaña desde siempre a los habitantes del Chocó, Valle del Cauca, Cauca y Nariño. Además del Putumayo, un departamento que constituye una sola unidad ambiental con el resto del pacifico colombiano entre la Cordillera Occidental y el mar de Balboa, -ese inmenso espacio rico y biodiverso tejido por selvas húmedas, manglares intricados y ríos tropicales, con enormes áreas de tierras de muy baja productividad donde escasamente el trabajo del hombre rinde frutos, salvo para su cuidado[3], como reserva mundial de la biosfera- y en donde, ante el eterno abandono estatal y la ineficaz política de drogas se desarrollan clústeres de la cocaína. Allí se siembra, se cosecha, se procesa y se distribuye al mercado mundial por ejércitos dispersos que no atienden a nadie y que desparraman la violencia para intimidar a la población y controlar el territorio.

Cali, la ciudad más importante del pacifico colombiano, concentra todos los problemas de esta región de Colombia, pues allí llegan sus gentes que sufren las peores consecuencias de la pobreza y de la guerra eterna que se libra en sus territorios, apiñándose en barrios carenciados como el distrito de Aguablanca a donde trasladan su pobreza y su desesperanza, dado que en la llamada sucursal del cielo tampoco han encontrado oportunidades y posibilidades reales de desarrollo a pesar del esfuerzo de algunas de sus autoridades. El fenómeno los desborda.

Hay fines de semana que son una verdadera carnicera en la capital del Valle. En lo que va del año han sido asesinadas 574 personas que las autoridades explican como causa de la actividad de las bandas y organizaciones del narco en el norte del Valle, Caloto, Corinto y Miranda, un emporio de la marihuana ilegal[4].

Fuente: Observatorio de Seguridad de Santiago de Cali.

Los nuevos capos del narcotráfico y del crimen organizado han tomado a Cali como su centro de operaciones donde reclutan jóvenes, a veces niños para ejecutar tareas propias del negocio, distribuir y ejecutar cortes de cuentas. La presencia del narcotráfico en sus comunas cambió la expectativa de vida de jóvenes y niños de los sectores más vulnerables. El Estado colombiano allí tampoco cuenta.

Un ejemplo de esta realidad es Llano Verde, un barrio en el suroriente de Cali, fundado hace siete años, refugio de 4.000 familias desplazadas de la costa pacífica y donde fueron masacrados en el infierno de la pobreza y en el altar de la guerra contra las drogas, Luis Fernando Montaño, Álvaro José Caicedo, Jair Andrés Cortés, Leíder Cárdenas y Josmar Jean Paul, cinco niños de 14 y 15 años, el pasado 11 de agosto. En esa noche sangrienta hubo seis muertos adicionales. En el sector operan los Susuki, que han hecho del área la ruta predilecta para la entrada y salida de la droga a la ciudad y a los que se les atribuyen más de 15 masacres en Caloto, Miranda, Toribío y Corinto, todos a 40 minutos de Cali en carro[5].

Todo lo anterior, a pesar de la persistencia del gobierno en la guerra contra las drogas en su versión de plomo y glifosato en las áreas sembradas que equivale a asperjar con veneno todo lo que de la tierra y en la que el gobierno pretende insistir como solución a esta escalada de las masacres, una fórmula que no hace sino incrementar el sufrimiento y la incertidumbre de los campesinos cocaleros, el eslabón más débil de la cadena, mientras el negocio del narcotráfico es cada vez más próspero.

La costosa victoria que reclama el gobierno nacional en la reducción de las áreas de cultivo de hoja de coca es inocua, pero sí manchada de sangre. A pesar de las 15.000 hectáreas menos en el área sembrada la demostrada eficiencia y productividad de los productores deja ese resultado en cueros: En 2019, el potencial de producción de clorhidrato de cocaína pura se estimó en 1.137 toneladas métricas, un aumento de 1,5 %. La producción estimada de hoja de coca fue de 993 toneladas, lo que representa un incremento de 1,6 %. La productividad por año de una hectárea de coca produjo alrededor de 5,8 toneladas de hoja fresca, un incremento de 1,8 %[6].

Los principales enclaves productivos se encuentran actualmente en Catatumbo, Frontera Tumaco y Frontera Putumayo, El Charco-Olaya Herrera en Nariño, El Naya en el Cauca-Valle del Cauca, Valdivia-Tarazá-Cáceres en Antioquia, Argelia-El Tambo en el Cauca. El 36% del área con coca en 2019 se encuentra en estos enclaves. A despecho de la guerra librada intensamente en Nariño y en los alrededores de Tumaco, el Catatumbo, el norte de Santander es ahora el mayor productor de hoja de coca del país con 41.711 hectáreas sembradas, desplazando a Nariño[7], reproduciendo un patrón conocido: la coca se muda. En todos estos lugares las masacres son de común ocurrencia y la ausencia de Estado total, como igualmente sucede en el sur de Córdoba[8].

En el Catatumbo las masacres de campesinos no dan tregua: en julio mataron siete personas en una vereda de Tibú, en agosto en Ábrego sacrificaron tres personas y en El Tarra fueron asesinados nueve campesinos[9]. En Sardinata fueron masacrados por grupos irregulares cuatro soldados que participaban en una jornada de erradicación forzosa de cultivos ilícitos.

El proceso de paz en este contexto ha propiciado el fortalecimiento de las disidencias de las Farc que ya copan con 4.600 hombres, 20 departamentos, 120 municipios y 2.500 veredas. Según la oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Unodc, estructuras bajo el control del ELN, las disidencias de las Farc, los Rastrojos, los Pelusos, son ahora responsables del narcotráfico exacerbado y la deforestación en buena parte del territorio nacional, especialmente en sus zonas periféricas[10].

Otra visión distinta a la de la guerra contra las drogas, la que ha demostrado su absoluto fracaso, y que podría ayudar a resolver los problemas de falta de una estructura productiva y de ingresos para la población donde se desarrolla, es cambiar esa guerra contra por la instalación y desarrollo paulatino de una política industrial farmacéutica sobre la base de la producción de marihuana y hoja de coca, donde se tienen ventajas comparativas, y como ya se hace en diversas partes del mundo, incluso en Colombia, con la marihuana de uso médico y farmacéutico que tiene dificultades por las restricciones que el propio gobierno le ha impuesto a su desarrollo[11].

En la nación del Norte, la floreciente industria de la marihuana, que cotiza en bolsa, es un gran contribuyente al fisco. Mientras nuestro país continúe en la obediencia ciega al obtuso y deshonesto mandato norteamericano de la guerra contra las drogas, y de los organismos internacionales bajo su control, como la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, Jife, nos quedaremos con la guerra y no alcanzaremos ni consolidaremos nunca la necesaria paz con una verdadera justicia social a la que tienen derecho los habitantes de toda Colombia.

Recientemente, un grupo de parlamentarios presentó un proyecto de ley sobre la regulación de la marihuana que va en el sentido correcto pero es incompleto pues no aborda el problema principal: la siembra, comercialización y distribución de cocaína. Se requiere legalizar o regular la cocaína fuente de disolución de la nación y que contamina todas las instituciones del Estado colombiano, desde las Fuerzas Armadas hasta la Presidencia de la República.

Los males causados por la prohibición son más dañinos que los causados por el consumo. El dinero narco corrompió la sociedad colombiana hasta los tuétanos y tiene a buena parte del país en condiciones de Estado fallido. Colombia no puede dejar a las zonas periféricas a su suerte como hasta ahora. La prohibición solo trae muerte y degradación como se constata en estos días sangrientos donde caen fundamentalmente niños y jóvenes.

Estas horribles matanzas a la que asistimos y que retrotraen al país a épocas más duras, obligan a pensar seriamente qué vamos a hacer como nación frente a este enorme problema. Se debe abrir un intenso debate alrededor de este asunto y no seguir al gobierno en esta equivocada y costosa política que aborda el problema solo en función de su política criminal y en función de la política exterior norteamericana. Ese debate debe ser nacional y global sobre las implicaciones nacionales e internacionales de la ilegalidad de las drogas, buscar alternativas a esta guerra inútil que nos está llevando de nuevo al incremento de la violencia y con riesgos también crecientes de que el narcotráfico sirva de excusa para una confrontación internacional.

Notas

[1] https://losdanieles.com/daniel-samper-pizano/masacremos-el-eufemismo/
[2] Desde la firma del Acuerdo de Paz, en julio de 2016 hasta julio de 2020 han sido asesinadas 971 líderes y lideresas en las distintas regiones del país, entre las que se encuentran reclamantes de tierras, dirigentes indígenas, líderes ambientales, excombatientes. Muchos han muerto por la acción de fuerzas irregulares ligadas al narcotráfico. Desde la posesión del presidente Duque 573 líderes y lideresas han sido asesinados.
[3] En el Chocó el 68% de sus suelos está clasificado como de muy baja fertilidad igual en Buenaventura donde en un 98% están categorizados de la misma manera. En el Cauca la mitad del departamento está cubierta por bosques que son ecosistemas muy frágiles, poco fértiles y con limitaciones para su explotación económica. En Nariño el 52% del territorio lo constituye la llanura pacifico con alta pluviosidad. Ver: Joaquín Viloria de la Hoz, Economías del Pacifico colombiano, Banco de la República, Colección de economía regional, Bogotá 2008.
[4] https://www.semana.com/nacion/articulo/homicidios-en-cali-preocupa-alta-tasa-de-crimenes/691419
[5] La masacre del cañaduzal, Revista Semana, agosto 14 de 2020, Págs. 42;43.
[6] Todas las estadísticas en relación con la siembra, producción y distribución de cocaína en el país corresponden al Informe del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de la oficina de las Naciones Unidas contra la droga y el delito, Simci, Bogotá, junio de 2020.
[7] Ibíd.
[8] El sur de Córdoba: teatro de guerra con poca atención integral del Estado. Verdad Abierta, 26 de diciembre de 2019.
[9] El sombrío panorama del Catatumbo, Verdad abierta, 2 de agosto de 2018.
[10] https://www.infobae.com/america/colombia/2020/06/07/preocupacion-en-colombia-las-disidencias-de-las-farc-duplicaron-sus-miembros-armados-en-el-ultimo-ano/
[11] https://www.portafolio.co/economia/riesgo-de-que-se-disipe-el-interes-por-el-cannabis-534362

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