Política monetaria y fiscal, pobreza y narcotráfico

Edición #78

El keynesianismo se abandonó con la superficial excusa de su agotamiento para darle paso a la llamada economía de la oferta (1970), que se constituyó, a posteriori, en la teoría económica predominante. Una construcción teórica en beneficio exclusivo de los sectores empresariales que ha tenido como banderas la disminución de impuestos, la apertura hacia el mercado global, el adelgazamiento del Estado, la restricción monetaria y de los salarios, la austeridad como norma, fuera de las cuales no hay salvación. Estos enunciados tomaron cuerpo, tiempo después, en el llamado Consenso de Washington al que ha estado ligado la suerte del país y de América latina, con resultados desastrosos.

Por Fernando Guerra Rincón

Economista e investigador

La política monetaria y fiscal son elementos centrales para la gestión del crecimiento de un país de economía de mercado como es el caso de Colombia. El buen suceso o no, lo inclusivo o no que sea una economía, la movilidad social que esta le imprima para que los sectores desafectados de la fortuna asciendan en la escala social -una condición insalvable de una sociedad democrática- dependen, en gran parte, de estos pivotes de la política económica.

Estos instrumentos de política, tan eficaces en otros tiempos, han perdido todo vigor como palancas del crecimiento económico y del desarrollo humano de la mano del abandono de las teorías keynesianas que propiciaron, con el New Deal (1933-1938), el resurgimiento de la economía norteamericana de la devastación causada por la Gran Depresión de 1929, y del milagro de la recuperación de la economía europea (Plan Marshall), tras los estragos ocasionados por la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial[1].

Tan extraordinarios y rápidos resurgimientos económicos fueron posibles gracias a que se utilizaron en gran medida herramientas como el Déficit Fiscal y una política monetaria activa como insustituibles y efectivas pértigas contra cíclicas. Influenciados entonces por las visiones que alumbraban las concepciones económicas del FMI y del Banco Mundial (Bretton Woods), instituidas como bancas de desarrollo que posibilitaron a la economía norteamericana y, especialmente, a la economía europea, emprender de la mano de los sectores empresariales, del sindicalismo en auge y del Estado, la construcción de los Estados de Bienestar.

Sociedades amables, con pleno empleo y garantías sociales, que acercaron a esas naciones al ideal democrático de igualdad, fraternidad y libertad, atributos cada vez más lejos de la sociedad colombiana, profundamente desigual y donde se explaya una democracia atrabiliaria y despótica.

El keynesianismo se abandonó con la superficial excusa de su agotamiento para darle paso a la llamada economía de la oferta (1970), que se constituyó, a posteriori, en la teoría económica predominante. Una construcción teórica en beneficio exclusivo de los sectores empresariales que ha tenido como banderas la disminución de impuestos, la apertura hacia el mercado global, el adelgazamiento del Estado, la restricción monetaria y de los salarios, la austeridad como norma, fuera de las cuales no hay salvación. Estos enunciados tomaron cuerpo, tiempo después, en el llamado Consenso de Washington al que ha estado ligado la suerte del país y de América latina, con resultados desastrosos.

Fiel a esos postulados, la política fiscal en el mundo ha estado diseñada de forma exclusiva al servicio de los grandes conglomerados empresariales con el manido argumento de la competencia global. Así las cosas, los sistemas tributarios pasaron a darle primacía a los impuestos indirectos sobre los directos y su traza benefició a los potentados del mundo que resultaron no pagando impuestos conforme a sus extravagantes ingresos. Lo que configuró la llamada sociedad del 1%, una sociedad injusta, desafiante y provocadora que propició que las cargas fiscales recayeran sobre los que menos tienen y que los 2.153 multimillonarios del mundo posean más riqueza que 4.600 millones de personas[2].

Este favorecimiento fiscal ha llegado a tanto que hizo que grandes potentados en Norteamérica le reclamaran a su gobierno que por favor les cobraran más impuestos: "Dejen de mimar a los más ricos con exenciones fiscales pues esto no atenta contra las inversiones ni contra la creación de empleo. Mientras las clases pobres y medias luchan por nosotros en Afganistán y mientras la mayoría de los estadounidenses luchan por llegar a fin de mes, nosotros, los súper ricos, seguimos teniendo extraordinarias exenciones fiscales"[3].

En la pandemia actual, los grandes conglomerados de la quinta revolución industrial, Amazon, Google, Apple, Facebook, Microsoft, las llamadas Big Tech, con su poder monopólico, han multiplicado sus ingresos y sus ganancias sin pagar un solo peso adicional de impuestos. Un reciente informe señala que las tarifas efectivas del impuesto que pagan los grandes ricos de los Estados Unidos son: Warren Buffett, 0,10%; Jeff Bezos, 0,98%; Michael Bloomberg, 1,30%; y Elon Musk, 3,27%. Mientras tanto, la tarifa efectiva de un norteamericano de ingresos medios es de 14%.

En uno de los países más desiguales del mundo, Colombia, los súper ricos sólo pagan una tasa efectiva de impuestos entre 1 y 2%, mientras en los países de la Ocde tributan alrededor del 25%[4]. Las últimas reformas tributarias han sido, en general, un compendio de beneficios para los grandes grupos económicos adornadas con algunas migajas que caen de la mesa del rico Epulón, que pagan con sangre los más pobres.

El sacrificio infame de tantos jóvenes en el movimiento popular que aún se mantiene y sigue contando muertos, debe abonársele a la política fiscal en boga. Y en justicia, no sólo de este gobierno, pusilánime, triste y violento, sino a la política fiscal de los últimos gobiernos, desde que la economía de la oferta se tomó la mayoría de los escenarios académicos y la austeridad fiscal se convirtió en el determinante de la política económica.

Las nocivas políticas de austeridad y las gabelas tributarias otorgadas a los sectores privilegiados de la economía nacional, han derivado en un exceso de deuda que anula cualquier posibilidad de atender con prontitud y eficacia a las regiones más abandonadas del país y a los colombianos más pobres que constituyen prácticamente la mitad de la población. A 2021, el saldo de la deuda pública llega al 65,6% del PIB, lo que obliga a destinar este año 70 billones de pesos a su pago.

Dinero que no se destinará ni a las regiones más abandonadas ni a los colombianos más pobres. La obsesión torpe y fundamentalista por la Regla Fiscal, acorde con la filosofía de la austeridad, anula cualquier asomo de planes y programas que posibiliten una mejora, en el corto plazo, de las difíciles condiciones de vida de los colombianos en la pobreza y en la indigencia.

En ese contexto, la reforma constitucional de 1991 que entronizó la independencia del Banco de la República en el manejo de la política monetaria, ha sido una de las causas, al unísono con la política fiscal, del incremento de la pobreza y el abandono de las regiones. Su excesiva preocupación por la inflación le impide utilizar otros instrumentos económicos para contrarrestar la tendencia hacia el deterioro de la economía, como ahora, cuando la dureza de la pandemia ha golpeado sin antecedentes a la economía nacional.

La inflación no es un problema como alguna vez lo fue en América Latina por la década del setenta y ochenta del siglo pasado. Sin embargo, hoy los economistas que dirigen el Banco Central siguen aferrados al viejo y obsoleto esquema de hacer girar la política monetaria sobre la inflación objetivo, independientemente de los factores que concurran hacia una elevación de los precios, que no son todos atribuibles a un exceso del efectivo en circulación. La normativa constitucional del 91, es, en ese sentido, insensata y absurda.

Al manoseado y envejecido argumento de la inflación se acude cada año para contener los salarios que mantienen a los colombianos con baja capacidad de demanda, a la economía con crecimientos insuficientes y a la mayoría de nuestros compatriotas en el infierno de la pobreza[5]. Olvidan los pregoneros a ultranza de la austeridad lo que alguna vez dijo el fundador de la Ford: Yo tengo que pagarle buenos salarios a mis trabajadores para que me compren los carros[6].

Esas restricciones desatinadas inciden en que el Banco Central no emita en el volumen suficiente para enfrentar con éxito la adversa coyuntura, o para resolver los males estructurales de la sociedad colombiana, o utilice parte de las reservas internacionales del país para promover el desarrollo nacional. El FMI recomienda que etas se mantengan en un nivel para cubrir tres meses de las obligaciones internacionales del país.

Colombia tiene hoy 60.000 millones de dólares que equivalen a siete meses de estas reservas, más del doble de lo que recomienda el organismo internacional y que reposan en los bancos internacionales sin mayores rendimientos para el país, mientras los colombianos se desangran en conflictos originados en la ineficacia e ineptitud de las estas políticas.

Con resultados que se sintetizan en la frase de Fabio Echeverry Correa, quien en la década del noventa[7], en pleno auge de la apertura, sentenció: “La economía va bien, el país, va mal”. Hoy, nada va bien en Colombia: Ni la economía, ni la sociedad. La economía colombiana es lánguida, mientras el país se incendia por los cuatro costados.

No hay paz ni en el interior, donde se viven episodios de auténtica barbarie, ni en las fronteras. Lo único que pelecha, en medio de un ordalía de violencia, es la exportación de cocaína, que sale por los puertos y los aeropuertos con sospechosa facilidad, sustentado en la absurda ilegalidad de esa actividad que nada como pez en el agua en las condiciones de inmensa pobreza generadas por la política fiscal y la política monetaria diseñadas en benéfico exclusivo de las minorías ultra ricas y que se promueven desde la institucionalidad colombiana, empezando por la Presidencia de la República.

Sin duda, el país necesita mayores recursos para atender las imperiosas y urgentes necesidades de los territorios abandonados desde siempre y de sus habitantes. Pero estos no pueden provenir de los más pobres y de las clases medias como hasta ahora. El sector financiero debe meterse la mano al dril y de igual forma los sectores más pudientes del país, no con sentido temporal, como se pretende, sino de manera permanente. Tú tienes la sociedad que quieres con los impuestos que pagas, afirmaba un pensador.

La descompuesta sociedad colombiana es el fiel reflejo de la poca generosidad de los sectores más acaudalados y a quien le ha servido la política económica. La institucionalidad económica, jurídica y política del país debe propiciar reformas que estén a tono con los nuevos tiempos y los problemas que traen consigo. Cada día trae su afán.

***Las opiniones de los columnistas no reflejan necesariamente la línea oficial del PTC.***

Notas

[1] Walter Laqueur, La Europa de nuestro tiempo, Vergara editores, Buenos Aires 1994.

[2] Los milmillonarios del mundo tienen más riqueza que 4.600 millones de personas. Informe Oxfam 2020.

[3] https://www.lanacion.com.ar/el-mundo/cont-buffett-el-multimillonario-qu…

[4] Diego Guevara, Los damnificados de la reforma tributaria. El Espectador, 4 de abril de 2021.

[5] Jorge Iván González, La bondad de los salarios altos, Revista Sur, noviembre 30 de 2020.

[6] https://empresas.blogthinkbig.com/como-henry-ford-se-hizo-rico-duplican…

[7] La frase atribuible a Fabio Echeverry Correa la pronuncio Carlos del Castillo, presidente de Fedemetal, en un congreso del gremio en 1971.

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