La táctica del paro y los proyectos legislativos del CNP

Por la Redacción de LA BAGATELA

Una batalla de la magnitud de la librada por el pueblo colombiano desde el 28 de abril amerita acometer un balance de la misma. El periódico del PTC ofrece para ello el presente documento de análisis.

Para discutir en la legislatura iniciada el pasado 20 de julio, fueron radicados en el Congreso los 10 proyectos de ley elaborados a instancias del Comité Nacional de Paro. Resumen los mismos los reclamos de fondo, en el terreno económico y social, de decenas de millones de colombianos que constituyen el grueso de la población del país. Reside su valor no sólo en que recogen la inconformidad generada por los 30 años y más de neoliberalismo salvaje, y por las tropelías oficiales, sino en que señalan, en apretadas y precisas formulaciones, la salida al descontento social del presente. Y más aún, trazan la orientación general en punto a las banderas reivindicativas del movimiento social que habrán de permanecer izadas en el futuro inmediato.

El propósito de presentar los proyectos había sido anunciado en rueda de prensa por el CNP del 15 de junio de este año. En efecto, los proyectos ahora radicados en el Congreso para su trámite legislativo apuntan al corazón de la problemática económico-social, sanitaria, y en buena medida, política, que ha arrojado a la nación al estado de crisis en que se debate.

Rueda de prensa del Comité Nacional de Paro en las afueras de la casa de Nariño.

 

El 2021 continúa y profundiza el 2019

El antecedente inmediato de los proyectos se remonta casi dos años atrás. El mismo lapso que tiene el grueso del pueblo colombiano de haberse dispuesto en modo de lucha, que continúa y que no ceja. Desde el 4 de octubre de 2019, en el denominado Encuentro de Emergencia de organizaciones sociales y sindicales de todo el país, se había levantado un pliego de peticiones en respuesta a la tanda de regresivas reformas anunciadas por el presidente Duque. Las mismas empeoraban las condiciones laborales, desmejoraban las pensiones y amenazaban empobrecer a la población con una nueva reforma tributaria. Duque ignoró el pliego, pero con ello sólo propició la irrupción del descontento social que marcó el inicio de la más masiva y potente movilización puesta en marcha en Colombia en muchas décadas: el paro del 21 de noviembre de ese año. En el 2020 el descontento y las protestas prosiguieron, pero la pandemia del covid-19 abatida sobre el país, sofrenó –sólo temporalmente– su pleno despliegue.

El año del coronavirus en Colombia y el mundo no solo cobró un elevado saldo en vidas, sino que empeoró todos los males del país. Al doloroso trance contribuyó de modo decisivo la política, tan antisocial como inepta, del gobierno Duque. Se evidencio trágicamente con su renuencia al confinamiento y a otorgar una renta básica a la población más necesitada o cesante, con su infame cicatería con los hospitales públicos y los trabajadores de la salud, su prisa por poner en funcionamiento la economía atendiendo los intereses económicos dominantes pero a expensas de la salud pública, como con su ininterrumpida prodigalidad dispensada a la plutocracia bancaria a costa del erario público. Y con su injustificable retardo en la adquisición de vacunas –que se prolonga hasta hoy con la consiguiente semiparálisis de la vacunación–, pretendiendo por decreto imponer una obligada presencialidad en escuelas y colegios sin el rigor que requiere la salvaguarda de la salud y la vida.

Así como en el 2019 el CNP había recogido el malestar social y apuntado a su satisfacción, a mediados de junio del 2020, ese comité presentó un Pliego de Emergencia complementado. A los puntos ya formulados, agregó entonces los que se reclamaban en medio de la pandemia en materia de la preservación de la vida, la salud, el empleo con derechos laborales, y la protección de la producción nacional, tanto industrial y agrícola –en especial de sus mipymes y campesinos pobres y medios–, mediante el indispensable respaldo y buen manejo de los recursos del Estado para sortear tan compleja situación. De nuevo, solo oídos sordos prestaron en el gobierno al clamor de las gentes sencillas.

Los logros del paro

Desde el segundo semestre del 2020 y ya en el curso inicial del 2021, el gobierno Duque, como si fueran poco los padecimientos y tribulaciones sobrevenidas sobre millones y millones de colombianos, anunció nuevas medidas oficiales y en particular otra reforma tributaria, que hizo de florero de la sublevación social. Frente un régimen imperturbable ante las aflicciones y dolencias populares, sólo cabía proseguir y potenciar la modalidad de la táctica puesta en acción por el CNP desde noviembre del 2019: la del paro nacional y la movilización callejera. Fue lo que se hizo. Nunca una fecha de protesta nacional fue más propicia para dar la señal de lucha que el 28 de abril. El descontento social represado por la sordera del gobierno uribista se desbordó para atronar el ámbito nacional. A tan hondo deterioro de las condiciones generales de vida y de trabajo condujo el agregado funesto del molde neoliberal, narcoparamilitarismo y pandemia, que el dolor y la rabia sobreacumulados en la sociedad colombiana generaron el estallido social con la fuerza de una verdadera erupción volcánica. A la larga espera para resolver los puntos del Pliego de Emergencia complementado, se sumaron ahora nuevas exigencias expresadas en la convocatoria del Paro Nacional del 28 de abril: el retiro del proyecto de reforma tributaria, el del proyecto de ley 010 sobre reforma a la salud, al igual que el de la reforma del Icetex, junto con la derogación del decreto 1174 de 2020.

El estallido del paro, que retumbó en Colombia y resonó en todo el globo, resultó lenguaje eficaz para hacer oír tantas necesidades acalladas. La gran oleada de indignación popular desencadenada rompió varios dientes al engranaje gobernante uribista. Su poderoso empuje provocó el retiro de los proyectos de reforma tributaria y el de reforma a la salud. Expulsó de su cartera al entonces ministro Alberto Carrasquilla, de Hacienda y Crédito Público, y a la canciller Claudia Blum. Obligó a la suspensión de la compra de los aviones de guerra, a la aceleración del plan de vacunación masiva y logró la visita de la Cidh. Forzó al gobierno a anunciar la matrícula cero para estudiantes y aspirantes a la educación superior –así fuese para un muy corto lapso– y su acomodaticia versión de renta básica. Aunque tratara de hacer ver tales avisos como producto de su propia iniciativa e impedir que pareciera como fruto de la negociación con el CNP, lo cierto es que todo el país nacional se percató de que las vanas maniobras apaciguadoras eran efectos del ímpetu proveniente de la calle. Precipitó la caída en picada de la imagen pública, tanto del caudillo de la ultraderecha colombiana como de su pupilo de la Casa de Nariño, cuyas imágenes se desplomaron arrojadas casi hasta el piso del descrédito total. Sobre todo, constató, contundente, que la corriente mayoritaria del ánimo y los intereses de las fuerzas democráticas del país, se movilizaban por un cambio de fondo.

Los héroes del paro: la juventud de las barriadas

Todo aquello se hizo posible principalmente porque el sector social que acudió a la convocatoria del paro con mayor arrojo, presencia masiva permanente, e inagotable despliegue de iniciativa, fue la juventud. Pero no sólo aquella de la que tienen noticia de modo habitual los colombianos en paros y protestas, la juventud estudiosa de secundaria y universidades. Ahora se movilizaron en tumultuosa corriente rebelde los que la inteligencia del lenguaje coloquial distingue como los “nini”: los muchachos y muchachas que ni estudian ni trabajan.

Hijos e hijas de las anchas franjas de la población urbana más pauperizada, constituyen la parte de la juventud más pobre y desvalida de la nación. Cuya suerte, compartida con centenares de millones de jóvenes del Tercer Mundo en similar condición –los condenados de la tierra según la memorable denominación de notable autor tercermundista–, se hermana con la de los integrantes de quienes conforman, en Colombia y el planeta, las legiones de la esclavitud asalariada, en cuanto a que unos y otros nada tienen que perder, excepto sus cadenas. Realidad que, al convertirse de algún modo en conciencia, los llevó a protagonizar, como su segmento avanzado, la mayor sublevación social llevada a cabo durante la casi totalidad de las generaciones vivas de Colombia. Marchando al frente de la revuelta gigante, desafiando la muerte, resueltos al rescate de sus propias vidas.

La barbarie represiva de las hordas policiales con que el círculo gobernante pretendió aplastar el alzamiento, no los detuvo. La embestida oficial cobró una alta cuota en vidas juveniles, jóvenes desaparecidos, detenidos, heridos, como los numerosos de ellos quienes sufrieron la pérdida de alguno de sus ojos, y de muchachas agredidas y violadas. Lejos de arredrarse, atacadas sus manifestaciones pacíficas, la juventud sublevada se hizo fuerte en su propio medio social, las populosas barriadas de las comunidades urbanas.

La geografía del paro se extendió por todo el territorio nacional. De modo principal en cada uno de los grandes centros urbanos y capitales de departamento, pero el registro de sus eventos en más de 800 municipios da cuenta de la enorme extensión de la protesta. Cali, Popayán, Bogotá, Barranquilla, Tuluá, Soacha, Medellín, Pereira, Pasto, Bucaramanga, y muchas otras ciudades medianas y pequeñas constituyeron su escenario. Cali, desde el primer día de la gran batalla social y política, se convirtió en su epicentro. Por su intensidad, su extensión y la nueva modalidad de sus experiencias, constituyó un verdadero laboratorio de las luchas por venir. Puerto Resistencia, la Loma de la Dignidad, Siloé, el Puente del Aguante, Meléndez, Juanchito, donde se localizaron puntos de resistencia que jalonaron y movilizaron en torno suyo numerosas comunas más –algunos de los cuales estrenaron nombres nacidos en la desigual refriega– teatros vivos, día y noche, de las formidables movilizaciones y jornadas de lucha.

Desde el 28 de abril se hizo constante la injustificada agresión del Esmad y la Policía a las marchas y grandes reuniones pacíficas. El disparo de proyectiles de gases lacrimógenos a la cabeza de los manifestantes, al interior de las casas o conjuntos residenciales, el uso de los mismos con fecha de vencimiento cumplida, los apaleamientos contra personas inermes, mujeres incluidas, la arbitraria irrupción policial en las viviendas, el asesinato con armas de fuego y a sangre fría de participantes en las protesta y de simples transeúntes, los disparos contra estos provenientes de personal de civil a todas luces coordinados con los efectivos policiales o transportados en sus vehículos, las detenciones masivas e ilegales, fueron todas prácticas oficiales presentes a diario en Cali pero extendidas en menor o mayor grado a todo el país. Las desapariciones, los ultrajes sexuales y la tortura fueron denunciados en la capital del Valle de Cauca, y en varios otros de los municipios del departamento, pero así mismo en diversos lugares del territorio nacional.

El uso de pasamontañas, gafas plásticas, escudos de latón, madera y otros materiales, piedras, ladrillos, varillas y palos se constituyeron en las “armas” distintivas, en la abrumadora mayoría de los casos, de las huestes juveniles, en Cali y en todo el país. Por su naturaleza y alcance, utilizadas esencialmente con un carácter defensivo, para proteger la vida de jóvenes y comunidades, y para protegerlos de la identificación de sus individuos, en un país donde las represalias oficiales contra opositores y líderes sociales superan en ferocidad e impunidad a todos los países del subcontinente.

Sus primeras líneas, denominación dada a sus colectivos encargados de proteger las marchas y concentraciones y sus comunidades, y de repeler los ataques policiales, se convirtieron pronto en sinónimo central de la expresión orgánica de la protesta nacional. Cuya fuerza gravitatoria sobre los sectores y elementos más progresivos y democráticos del país se plasmó en el rápido surgimiento de réplicas de solidaridad y apoyo: madres de las primeras líneas, y primeras líneas de servicios médicos en cada comuna y de carácter jurídico para la defensa de los detenidos o búsqueda de los desparecidos.

El contagioso entusiasmo y vigor de sus muchachadas jalonó el apoyo del conjunto de aquellas comunidades caleñas que bien pronto se tradujo en redes logísticas de alimentación, reposo y abrigo, sitios de enfermería y atención médica, centros de comunicación, deliberación y decisión. El flujo de energía vital de los jóvenes, arrollador, galvanizó al conjunto de cada una de sus comunidades, las identificó y movilizó alrededor de su propósito emancipatorio.

El resultado fueron esos frentes comunitarios compactos, altivos, contra los cuales incursionaban cada noche destacamentos policiales y matones armados sin uniforme, atacando, hiriendo, matando, sin lograr hacer mella en su indoblegable espíritu de resistencia. La solidez interior de tan densos colectivos sociales les venía no sólo de la inspiradora iniciativa de sus juventudes en acción; brotaba de que, a la dura y frustrante experiencia de la vida cotidiana, gris, sin horizonte ni perspectiva, se sobreponía ahora la conciencia actuante de que enfrentarse a la opresión era justo y posible. Como fogonazos ininterrumpidos, durante todo mayo y buena parte de junio, las informaciones y partes de aquella extraordinaria puja del pueblo de Cali crepitaron en las redes sociales, esparciendo sus chispas por todo el país. Asombraron a Colombia y reforzaron la protesta desencadenada; llevaron su verídico testimonio al mundo. Demostraron que la rebelión social se justifica. Sin duda, su poder evocador y sus lecciones nutrirán la ruta futura de pobres y desposeídos.

Proveniente de sus miembros de mayor edad, se volvió idea corriente, con profusa difusión, la fórmula de que los adultos tenían que respaldar la lucha de los jóvenes por cuanto esta se empeñaba en aquellas anheladas transformaciones que los ya viejos de sus comunidades no habían sido capaces o no habían podido llevar a cabo. Y entre una y otra de las sucesivas incursiones de la Policía, de sus tiroteos y lanzamiento de gases, de las detenciones y atropellos, las comunidades del Cali sublevado ocupaban locales de antiguos puestos policivos, los CAI, para instalar modestas pero concurridas bibliotecas, organizar eventos culturales, conciertos musicales, danzas y veladas infantiles. O para rendir tributo a quienes, en la víspera o en los últimos días, habían caído, en plena flor de sus vidas, segadas por la represión oficial. En Puerto Resistencia fue construido, entre todos, un monumento en celebración de la lucha: un enorme puño en alto lleno de premonición y colorido.

Aunque el gobierno, los medios y personajes de la derecha mucho vociferaron pretendiendo reducir la protesta a “actos vandálicos” o a “terrorismo de baja intensidad” –las más de las veces efectuados por agentes encubiertos del gobierno–, y apoyaron las manifestaciones de odio racial, como en el tiroteo contra la minga indígena por civiles protegidos por la Policía, no lograron desnaturalizar el genuino sentido de las movilizaciones y el paro.

Las críticas, la reconvención o condena de la brutalidad policial del gobierno colombiano por agencias de la ONU, la OEA, y hasta del Departamento de Estado norteamericano (¡!), congresistas de Estados Unidos, organizaciones internacionales de derechos humanos, diputados del Parlamento europeo y del británico e innumerables actos en distintas latitudes de solidaridad con la protesta social de Colombia, contribuyeron poderosamente a revelar la naturaleza represiva y antipopular del régimen uribista.

Con la heroica lucha de su juventud más pobre, el clamor de la protesta del pueblo de Colombia resonó, claro y potente, en todo el globo. Y logró que el mundo entero se percatara del carácter regresivo, bestial y sanguinario del régimen impuesto por el uribismo.

EL CNP exige garantías a la protesta

Fue evidente que la gran movilización se mantuvo a la ofensiva casi hasta fines de mayo. Ante su inocultable impacto, al gobierno le tocó iniciar conversaciones con el CNP desde comienzos del mismo mes. Habiendo precisado que no se trataba de charlas intrascendentes para apuntalar una democracia de mostrador –como el anterior “diálogo nacional” de Duque–, sino de negociaciones en regla, el CNP puso como condición del inicio de la negociación, el otorgamiento de garantías a la protesta social. No tenía sentido negociar con el gobierno, aseguró, mientras no detuviera la matanza de jóvenes, prosiguiera una furiosa y mendaz campaña contra el paro y ocultara de modo sistemático las tropelías de la Policía.

El 24 de mayo se finiquitó, tras 8 arduos días de negociación, el preacuerdo alcanzado por el CNP frente al gobierno sobre las garantías demandadas. No se trataba de cualquier cosa. Significaba un avance en la desmilitarización y el no empleo de la asistencia militar contra la protesta, el manejo de esta por las autoridades locales con autonomía, el no uso de las armas de fuego contra manifestantes, las restricciones a la intervención del Esmad, la apertura del debate sobre reforma de la Policía, la utilización de instrumentos de los acuerdos de paz en busca de soluciones del conflicto social, declaraciones de condena a las violaciones de derechos humanos y a la estigmatización de los protestantes, y en el seguimiento del acuerdo por una comisión de garantías. Parecía que empezaba esbozarse una salida negociada de la crisis. Tal impresión resultó fugaz e infundada.

Los voceros del gobierno nunca acudieron a la cita fijada para la formalización y anuncio público del preacuerdo. Porque para entonces ya se había producido la contraorden a Duque respecto de las negociaciones adelantadas.

El punto de inflexión

La nueva negativa oficial notificaba al país, sin tapujos, que el gobierno Duque descartaba de plano toda posibilidad de negociación de las demandas exigidas por la población en el paro nacional de mayor envergadura desde los históricos sucesos del asesinato de Gaitán. Así lo denunciaron en la indicada ocasión los voceros del CNP. El hecho corroboraba, de un tajo, la naturaleza ultrarreaccionaria, brutal, de corte fascistoide, apartada de las reglas promedio de la democracia burguesa, y exhibió la raíz del autocrático y arbitrario estado de cosas impuesto con la restauración del régimen uribista en el poder. La política de no negociar y rechazar toda demanda popular, atribuyéndola al “terrorismo y al castrochavismo”, manifiesta desde el inicio del gobierno presidido por el dicharachero personaje designado por el expresidente caballista, se acentuó con motivo de la gran lucha social desatada a finales del 2019.

La reiteró en público el twit del expresidente Álvaro Uribe del 28 de mayo. Tomó la forma no de una referencia directa al preacuerdo sino al acuerdo de Buenaventura, suscrito dos días antes por viceministros de la administración uribista con el comité local de paro de esa ciudad, sobre el tipo de carga de consumo nacional cuyo transporte se permitiría y acerca de las inspecciones de verificación a efectuar por la Policía junto con delegados del comité del paro en el puerto marítimo. Decía: “El paro de Buenaventura da permiso y define cuántos camiones pueden entrar y salir, los días y los productos autorizados. Se pierde autoridad, se pierde el Estado y avanza el camino de más anarquía y de más violencia”. Una desautorización frontal no sólo al acuerdo concerniente al movimiento de carga del principal puerto de entrada y salida del comercio exterior colombiano sino, de modo implícito, a la negociación nacional cuyo resultado se plasmaba en el preacuerdo. Una significativa visita de Duque a Medellín, tuvo lugar dos días después de configurado el preacuerdo con el CNP, para reunirse con Uribe. No hace falta agudeza alguna para entender que allí recibió la contraorden que rompió la negociación nacional.

Al tiempo con el pronunciamiento de Uribe, Germán Vargas Lleras, calificó el acuerdo de Buenaventura como “adefesio” y a los miembros del gobierno que lo suscribieron como “descriteriados”. El Centro Democrático, también en la misma fecha, urgió en su declaración “la militarización del territorio nacional” con “un coronel en cada lugar” y reiteró que “rechaza cualquier negociación con el Comité de Paro”. Días atrás, José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán y caracterizado personaje de la ultraderecha, había sostenido –refiriéndose a los integrantes del CNP– que “quienes promueven la destrucción de la economía con vandalismo y bloqueo de vías no deben tener estatus de negociadores”. Arreció el alboroto de importadores y exportadores –que trepidaban sin parar– del Consejo Gremial y de parlamentarios y personajes del Centro Democrático contra los cortes del transporte en las vías. En suma, los sectores de la reacción colombiana, todos a una, exigieron que el gobierno reversara el preacuerdo y el acuerdo mencionados.

En efecto, los negociadores del gobierno, que ya habían incumplido el compromiso con el CNP para formalizar y hacer público el preacuerdo suscrito, demandaron entonces unos “ajustes” al mentado preacuerdo, que lo echaba por tierra, y pretendieron que se condenara los cierres de vías. Y el presidente Duque, siempre con obediencia ciega, también desautorizó y echó atrás el acuerdo de Buenaventura.

Aquel 28 de mayo, la fecha más cruenta del paro, una desaforada represión oficial en todo el país causó, sólo en Cali, 14 muertes violentas. Esa misma noche un decreto presidencial ordenó la ejecución de la llamada asistencia militar, subordinó en 8 departamentos el gobierno civil a los militares, autorizó la intervención del Ejército y la Policía contra los cortes del flujo vehicular, apremió la captura y judicialización de los participantes en los bloqueos, y amenazó a alcaldes y gobernadores con sanciones en caso de desacato. El desplazamiento a Cali de casi una entera división de las fuerzas militares fue también decidido por el gobierno.

Pocos días después de su twit en referencia, Uribe afirmó en declaración radial: “El comité de paro ha sido un propulsor de la violencia”. Antes y en repetidas ocasiones, había proferido señalamientos similares contra el magisterio colombiano y los líderes de Fecode. Reafirmó así el viejo estribillo fascistoide de su gobierno: todo opositor del uribismo, desde la política, el periodismo, el movimiento social, la cultura, la educación y el arte o la academia, no es más que un “guerrillero vestido de civil”.

Cerrada de modo unilateral por el gobierno la vía de la negociación, los acontecimientos de los últimos días de mayo marcaron un punto de inflexión. La decisión de la jefatura uribista de romper las negociaciones y dar rienda suelta a la represión oficial, implicaba un deliberado escalamiento de los sucesos de violencia promovidos por el gobierno desde el primer día del paro. Si tanto los jóvenes como el CNP optaran por mantener los cortes y cierres de vías a toda costa, calculaba, y por incrementar la frecuencia y la intensidad de las movilizaciones, esperaba que ello le permitiera un mayor uso de la fuerza, esta vez con la participación del Ejército. Golpearía así todos los sectores sociales involucrados en el paro, perpetraría una sangría de magnitudes muy superiores a la ya infligida a las filas de la marejada juvenil, y desmantelaría la sublevación social mediante el terror oficial puro y duro.

El cálculo del uribismo gobernante se basaba en aprovechar el clima premeditadamente exacerbado de violencia y gran convulsión social. Se trataba de forzar aún más las condiciones para justificar la toma de cruciales medidas de excepción, como el estado de conmoción interior o incluso la ruptura misma del orden constitucional por la fuerza. Amén del cruento aplastamiento de la protesta social, le permitiría arrojar al país a un estado de cosas que hiciese factible el aplazamiento o la supresión de las elecciones presidenciales y parlamentarias del 2022. Porque en medio de la intensa polarización generada por la tendencia fascista encabezada por el uribismo en Colombia, el paro nacional había contribuido a que los bandos antagonistas percibieran con mayor claridad el más factible desenlace de esa próxima contienda electoral, si finalmente llegara a realizarse. Se respira la muy alta probabilidad de que “el que diga Uribe” pierda en esta ocasión las elecciones presidenciales, a causa de los escándalos del gobierno, las fechorías reveladas del uribismo, los manejos antisociales de la pandemia y la represión ante los reclamos populares. Y de que, en 2022 triunfe en ellas el líder de las fuerzas democráticas y más progresivas del país, Gustavo Petro.

El círculo gobernante exhibe una evidente determinación de llevar sus planes adelante. Lo expresa la despectiva respuesta de la embajadora del gobierno colombiano a las críticas de Michelle Bachelet, Alta Comisionada de la ONU para los derechos Humanos, como su desairada respuesta al Informe sobre la visita al país de la Cidh. La eventualidad del autogolpe o de la dictadura militar con la misma presidencia civil y nominal de hoy, acaso no reciba abierta luz verde de la administración Biden, pero sus intereses imperiales en Colombia, de comercio e inversiones, de permanencia de sus bases militares y del papel de peón del país en su estrategia subregional a través de su política antinarcóticos, no permiten hacerse ningún tipo de ilusiones.

“A parar para avanzar…”

En el seno del CNP, las tendencias inclinadas a la derecha agotaron gestiones en pro de la negociación a ultranza con el gobierno, sin reparar en las condiciones reinantes, sin mayor éxito, vista la abierta negativa oficial. Las de ultraizquierda, por el contrario, no sólo se oponían a ello, sino que proclamaban que la movilización debía y podía proseguir hasta la caída misma del gobierno Duque. Este enfoque revelaba una percepción muy poco objetiva de la correlación entre las fuerzas democráticas movilizadas en el paro y la reacción crecientemente fascista de la cúpula uribista en el poder.

Es cierto que el impetuoso brío de las movilizaciones y en especial de la oleada juvenil había puesto en serio brete al gobierno Duque, forzándolo a retroceder en asuntos trascendentes como nunca previó. Hasta fines de mayo, se había modificado en varios grados y en sentido favorable al pueblo la correlación de fuerzas, pero más allá de este resultado inicial, la cuestión concreta planteada al terminar ese mes y comenzar junio era si la fuerza de la movilización daba para afrontar y sobrepasar el despliegue del Ejército decidido por el gobierno. Tal posibilidad, aun suponiendo que tal fuese la disposición anímica de los jóvenes movilizados, carecía de todo fundamento objetivo. Para ello habría sido necesario un volumen movilizado de fuerzas sociales mucho mayor, más coordinado, y más amplio y heterogéneo. Las decisiones del uribismo después del 24 de mayo, momento crucial en la pugna entablada, en especial la de arrojar en la balanza la última instancia real del poder, el Ejército, iban encaminadas claramente a retar el movimiento social al choque directo para el cual, aun con todo el avance logrado, las fuerzas populares eran todavía insuficientes.

Por fortuna, el CNP maniobró bien en la antesala de la crítica situación. Debía moverse en el filo de la navaja, evitar recoger el guante de la provocación oficial sin apartarse de la continuidad de las movilizaciones y la protesta general, y así lo hizo. Denunció el incumplimiento del compromiso del gobierno de formalizar el preacuerdo y su política de darle un tratamiento de guerra a la protesta social. Así mismo, el CNP manifestó su decisión de “interrumpir temporalmente las acciones periódicas” y de adoptar de un plan de acción. Tal interrupción implicaba un movimiento de repliegue, así fuese transitorio. Desde la izquierda y del conjunto del campo democrático, algunas voces alertamos sobre lo que implicaría aceptar el desafío lanzado por el gobierno.

Por su propia cuenta, el grueso de los jóvenes también captó el fondo de la situación y en Cali, el principal escenario, la abrumadora mayoría de los puerto-resistencia optaron por la negociación que ofreció en tan crítico punto –fines de mayo y comienzos de junio– el alcalde Jorge Iván Ospina. Que, contra el torpedeo político y jurídico de la extrema derecha y su gobierno central, se abrió camino y demostró que, si los mandatarios de ciudades principales y demás municipios tienen voluntad de negociar, puede transitarse senderos distintos a la represión violenta ante las demandas populares. Precisamente, el CNP, mediante sus pronunciamientos y gestiones durante las dos primeras semanas de junio, al tiempo que denunciaba la política de tratamiento a sangre y fuego de la protesta social, asumía la imposibilidad de negociar en tales condiciones, respaldó las negociaciones de las movilizaciones juveniles con los alcaldes, insistió en la observancia de los estándares internacionales respecto de los cortes y cierres de vías –que la represiva legislación colombiana contraría e incumple–, y exhortó a levantar dichos cortes y cierres.

En el conjunto del país, la intensificación de las agresiones policiales contra la realización de varias marchas en las principales ciudades y centros urbanos, provocaron nuevas confrontaciones, más atropellos y víctimas, como en Cali, Bogotá, Popayán y Soacha. El rumbo general de la situación, empero, con el levantamiento gradual de los cierres y cortes de las carreteras, fue dejando claro que tanto las muchedumbres de jóvenes como la posición del CNP evitaban la cruenta y muy desigual confrontación a la que empujaba el gobierno. Se ponía en marcha el plan de acción hacia el propósito general delineado por el CNP, el reagrupamiento, una mayor, más amplia y estrecha coordinación entre todos los sectores sociales en lucha, y la preparación más organizada de nuevas y grandes jornadas de movilización.

El hecho de que por lo pronto las cosas no discurrieran por el más sangriento cauce urdido por el uribismo en el gobierno, en la trágica escala a la cual quería inducir y emboscar la protesta social, no lo aparta un ápice de sus fines opuestos a la democracia, incluido el golpismo.

***

La iniciativa del CNP de presentar los proyectos legislativos al Congreso, dentro del conjunto de acciones que implicaba el despliegue del Plan de Acción aprobado, fue cumplida poco después de la fecha del bicentenario de la Independencia. Como otras varias acciones previstas, en pro de una mayor y más profunda difusión de los objetivos de la movilización y de acercamiento y coordinación con más amplios sectores sociales y políticos.

Todos los proyectos apuntan a la solución de asuntos medulares de los colombianos: renta básica de emergencia de un salario mínimo mensual por un año para 7,5 millones de hogares, gratuidad universal para todas y todos los estudiantes en la educación superior pública para hacer efectiva la matrícula cero, fortalecimiento de la red pública de salud y dignificación y formalización laboral para enfrentar la pandemia, apoyos para la reactivación económica de las mipymes y la generación de empleo, como para la reactivación del sector agropecuario, derogatoria del decreto 1174 de 2020 sobre piso de protección social, acciones de promoción, prevención y capacitación para luchar contra las violencias basadas en el género, garantías para el ejercicio del derecho a la protesta pacífica, reforma al estatuto de juventud (ley 1622 de 2013), para incentivar y hacer más efectiva la participación política de los jóvenes, y reforma a la Policía.

EL CNP ha convocado a una nueva gran jornada de movilización este 26 de agosto. El nuevo proyecto de reforma tributaria pretende descargar sobre trabajadores los costos de la crisis. Las raíces de los reclamos son profundas, el malestar social persiste y la lucha sigue. El brío de los jóvenes y de todo el pueblo inundará otra vez las calles.

21 de agosto de 2021

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