¿Cómo se apropiaron los bancos de todo?
La acumulación más obscena en la historia de la humanidad es lo vislumbrado en el horizonte. Los bancos, una vez más, se quedarán con todo, mientras, como sucedió en el pasado, cargarán los costos sobre los hombros de los más débiles: «la principal preocupación es que los trabajadores emprendan una presión concertada para obtener mayores salarios, con acciones independientes, y se liberen del impulso de los sindicatos, respaldados por la administración Biden, para encadenarlos». La cita proviene de un artículo titulado «El discurso ‘agresivo’ del presidente de la Fed, Powell, apunta a los salarios». La fiscalía descansa, sus señorías.
Por Andrés Arellano Báez
El paso del tiempo la ha venido develando como una década trascendental. Una época en la que feneció una forma de vida cuyo entierro legó su espacio a la construcción de una nueva forma de sociedad. Quedaban para el recuerdo los días del Estado de Bienestar y el sol se levantaba radiante impactando con su luminosidad el nacer de la época neoliberal. Los años setenta del siglo pasado, unos tan convulsivos como controversiales, contienen en varios de sus días el big bang político del que emana el mundo actual, uno subyugado al poder omnipresente de la banca privada.
La razón existencial de las instituciones de Bretton Woods era la construcción de un comercio internacional estable y justo, levantando toda una arquitectura financiera mundial sobre los cadáveres de los millones sacrificados en la Segunda Guerra Mundial y en honor a su entrega. Hasta 1971 el sueño se hizo realidad; pero, se sembraría ese año la semilla maldita, aquella cuya cosecha podrida habría de envenenar a la mayoría de sus comensales. El «Nixon Shock» sería el nombre con el que la historia recordaría al decreto del presidente republicano de los Estados Unidos con el que desterraba de un plumazo la paridad del dólar con el oro, incumpliendo la promesa de entregar cantidades definidas del metal precioso a cada detentor de su moneda, indicando a la banca el camino a recorrer para llegar a la línea de meta cuyo premio era conquistar el globo.
Al menos en el papel, la impresión libre de moneda estaba restringida en su totalidad por la paridad con el dólar. Solo el aumento en las reservas de la materia prima permitiría la existencia de más base monetaria, billetes. Pero el cercenamiento de la relación de dependencia entre moneda y metal engendraba inmediatamente una nueva era: la del dinero FIAT, una en donde las relaciones económicas tendrían como sustento estrictamente la confianza. Se acepta capital emitido por países, única y exclusivamente por su futura aceptación por parte de otros agentes, siendo su fuente de valor el tamaño y poder de la economía emisora.
Los bancos entendieron pronto que, una moneda atada a un valor intangible les permitiría, eventualmente, incrementar su capacidad de creación de dinero de manera artificial, a través del crédito, hasta niveles impensados (algo estudiado en este aparte). Mariana Mazzucato pondría nombre al fenómeno: «keynesianismo privatizado». Enfocados en los resultados de corto plazo, cegados por los resultados trimestrales de sus empresas, el capital artificialmente creado fue entregado a los ciudadanos, en su mayoría, en forma de crédito de libre consumo. Pero no existe la gratuidad en la economía y el riesgo tajante de esta operación era la invocación del peor demonio para los poseedores del capital: la inflación. Encontraron en la baja de los salarios el exorcismo liberador. Como corolorario predecible desde los años setenta hasta la actualidad, los salarios reales en gran parte del mundo capitalista se han estancado.
El santo grial del mercadeo es conseguir transformar un producto en una necesidad. Y, aun así, los banqueros superaron la máxima al hacer de la necesidad su producto. Los grupos de presión paseando los pasillos del Congreso, los tanques de pensamiento redactando propaganda disfrazada de teoría, los políticos promoviendo sus necesidades como políticas públicas, convencieron al mundo con que un alto salario era una irresponsabilidad y un lujo. Más aún, una inversión de su parte (al ahorrarle costos a los empresarios estos tendrían más utilidades y con ellas invertirían más, creando más y mejores empleos) cuyo resultado esperado sería más ingresos. La incoherencia en la propuesta pasó desapercibida para la mayoría.
Los ahorros producidos por menos salarios no se tradujeron en más inversión; sino en mayores ganancias. La evidencia es contundente en demostrar que la verdadera fuerza impulsando los precios no es el costo de producción, sino la ambición (el ¿Qué tanto puedo cobrar?). Las etiquetas con precios en los supermercados eran cambiadas constantemente y con tendencia creciente, mientras que, la clase trabajadora no vislumbraba idéntico comportamiento en sus cheques de nómina. Un estresante déficit les indicaba que pronto no podrían asumir el costo de la vida. Dos decisiones tomaron en el mundo capitalista: trabajar más y endeudarse. La explosión de préstamo llevó a nuevas formas de financiación, una en especial, se transformaría en una poderosa arma para estafar a los prestatarios: las tasas de interés variables.
En esos tres mil días conocidos como los años setenta, los precios del petróleo conquistaron su cima máxima. Los grandes productores de Medio Oriente se enriquecieron descomunalmente y sus fortunas en cuentas corrientes en los Estados Unidos fueron a depositar. Con tal liquidez, como el periodista argentino experto en deuda Alejandro Olmos explica, los bancos a la caza de clientes salieron. Una primera aventura en la selva del sector privado sería en falso pues, para aquellos años, las grandes empresas estadounidenses habían encontrado en el mercado de capitales (acciones y bonos) un mecanismo más expedito y menos costoso para la consecución de recursos frescos y, los montos a colocar eran tan enormes que empresas y privados eran insuficientes como clientes.
El enfoque obligaría a moverse en otros terrenos, con presas más gordas, actores más poderosos. Y, en los años setenta, solo los Estados presentaban tal condición. Miles de millones de dólares («billions») engrosarían las arcas de países latinoamericanos rotulados como «deuda externa». La oferta era una imposible de rehusar: cantidades desbordantes a bajo costo. Pero solo era una ilusión de riqueza. Tal oferta no era más que una carnada que los líderes políticos de los latinos mordieron con fiereza. Porque en lo barato estaba el engaño: las pequeñas tasas de interés eran ajustables a la inflación y, como explica Joseph Stiglitz, cuando unas tasas de interés variables están bajas, la única forma en que van a variar es hacía arriba.
En 1979, Paul Volcker, a la postre presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, el ente encargado de la política monetaria de la potencia, hizo lo previsto por el Nobel de economía con las tasas de interés, alzándolas en forma abrupta y escandalosa. Según los libros de historia su medida deseaba detener la galopante inflación sufrida por sus ciudadanos, producto de, precisamente, los elevados precios del combustible (al subir el costo del transporte sube el de todo los demás). Esa medida afectaría el servicio de la deuda a ser asumida por los países latinoamericanos, incrementando su costo a niveles impensables. Tan inesperados fueron que, en 1981, Costa Rica declararía su moratoria en los pagos y, un año después, el presidente mexicano Miguel de la Madrid copiaría la medida. Se daba inicio al periodo de la crisis de la deuda latinoamericana, la «década perdida».
Para 1985 todos los grandes países de la región, menos Colombia, habían anunciado su moratoria en los pagos por servicio de la deuda. La acreencia era una impagable acorde a las balanzas de pagos de los países y tal afirmación se resume en una cifra que sumariza toda la situación: entre 1982 y 1990 América Latina transfirió a sus acreedores externos 230.000 millones de dólares. John Perkins en su libro «Confesiones de un sicario económico» explica que, la privatización de empresas estatales a precios míseros sería la luz al final del túnel para escapar del laberinto de la deuda. Se establecía el mecanismo perfecto para una estafa: las acreencias como mecanismo de adquisición de activos.
En los años setenta del siglo pasado se instaló en Colombia el sistema UPAC, con el que los créditos hipotecarios para compra de vivienda y las cuentas de ahorro iban ajustando su valor en función del índice de inflación, buscando que las variaciones en los precios no disminuyesen la capacidad de compra de los ciudadanos. Pero en 1994 los banqueros locales, tal vez aprendiendo de sus colegas norteamericanos, movilizaron a sus cabilderos para modificar el índice de comparación, desligando las tasas de las variaciones en la inflación y atándolo al DTF (tasa dependiente en su totalidad del sistema financiero local). Las familias miraban aterradas cómo, tan solo años después de haber instalado la reforma, el DTF escalaba hasta números inimaginables y, entre lágrimas, entendían que la entrega de sus casas a los bancos como parte de pago de un crédito ahora impagable era su destino. Se sintieron, acertadamente, estafadas.
La fórmula tasas de interés bajas pero variables, elevadas intempestivamente transformado deudas en unas impagables, obligando a los prestamistas a entregar sus activos en forma de pago, se repetía una vez más. Y una vez más habría de repetirse. La crisis de la deuda subprime de 2008 usaría tal estratagema: las hipotecas se vendían como productos financieros de fácil acceso para los clientes, quienes, atraídos por la posibilidad de adquirir montos alucinantes, usando sus hogares como garantía, se abalanzaron a tomar, incluso, varios de ellos. El pasado es prologo: otro incremento progresivo de los tipos de interés impuestos por la Reserva Federal, forzaron a los clientes, tal y como sucedió con los países latinoamericanos, a enfrentar una deuda impagable cuyo desenlace sería ser condenados a entregar las llaves de sus inmuebles como parte de pago. Los bancos, una vez más, con todo se quedaron.
Ynada nuevo nace bajo el mismo sol. Los comentarios en los pasillos del poder político estadounidense prevén que la «Reserva Federal se mueve en una línea muy fina. Por un lado, se ve obligada a subir los tipos de interés, posiblemente hasta siete veces este año, debido al aumento de la inflación que anteriormente había calificado de ‘transitoria’. La inflación supera ahora el 7% y se prevé que aumente aún más». Tres lustros de tasas de interés excepcionalmente bajas y un pasado diciente anuncian la catástrofe… para unos.
Para otros, la acumulación más obscena en la historia de la humanidad es lo vislumbrado en el horizonte. Los bancos, una vez más, se quedarán con todo, mientras, como sucedió en el pasado, cargarán los costos sobre los hombros de los más débiles: «la principal preocupación es que los trabajadores emprendan una presión concertada para obtener mayores salarios, con acciones independientes, y se liberen del impulso de los sindicatos, respaldados por la administración Biden, para encadenarlos». La cita proviene de un artículo titulado «El discurso ‘agresivo’ del presidente de la Fed, Powell, apunta a los salarios». La fiscalía descansa, sus señorías.
Publicado originalmente en el portal web Otra República y cedido a La Bagatela por su autor.