Editorial. LA PURA Y SIMPLE PAZ BIEN VALE UNA ‘ENORME COALICIÓN’

De cómo la justeza de paros y protestas, y las crecientes dificultades en la implementación de la paz ameritan una gran alianza democrática y antifascista

Como constataciones de reiteradas advertencias, así resuenan el paro de estatales y maestros y los recientes acontecimientos en Buenaventura y Quibdó. En efecto, han sido tan repetidas como desoídas por el gobierno. Las demandas del paro cívico del pueblo bonaverense por agua potable, salud, educación, y otras reivindicaciones populares, tan elementales y justas como ningunas, fueron repelidas por el gobierno a bala, gases lacrimógenos y detenciones masivas. La negativa oficial ante las reclamaciones y la brutalidad del Esmad, rebasaron la paciencia de los habitantes del primer puerto marítimo del país y desembocaron en las previsibles explosiones de indignación cuya turbulencia sacudió la ciudad durante varios días. Clarísima señal enviada a quienes gobiernan, por los de abajo, de que la desesperación generada por el deterioro de sus condiciones de vida empuja sus acciones a los bordes mismos de la sublevación social.

También con un paro, el Chocó le increpó al gobierno tanto el incumplimiento de recientes compromisos como el abandono secular de su región por el elitista centralismo andino, por igual denunciado en la protesta de los habitantes de Buenaventura. Con sobradas razones, comunidades indígenas del Cauca exigieron se les tenga en cuenta en los arreglos sobre tierras de la paz. Comoquiera, lo cierto es que las protestas en estos escenarios fueron multitudinarias, expresan una genuina ira popular, y revelan que sus protagonistas no perciben motivos para creerle o apoyar al gobierno Santos.

Muy semejante a lo que tiene lugar con el paro de los estatales y maestros cuyas marchas y concentraciones repletan plazas y vías principales de la capital y de numerosas ciudades. Asuntos medulares de la educación, demandas salariales y mejoras de las condiciones laborales, condensan las reivindicaciones masivamente esgrimidas por más de medio millón de educadores y trabajadores del Estado. Pasando por las consultas que han rechazado la explotación minera, las 700.000 firmas que expresan el abultado repudio popular contra el alcalde Peñalosa en Bogotá. Amén de las indignadas reacciones cívicas ante los consentidos retrasos e irregularidades de grandes contratistas en obras públicas, son respuestas sociales a la aplicación a rajatabla por el gobierno de la fórmula fondomonetarista del ajuste fiscal, ese precepto neocolonial que perpetúa el atraso y aprieta el dogal de las naciones atrasadas.

Al reducir la inversión pública, a la par que se recorta el gasto social –en especial en educación y salud– y restringirse así el ingreso y consumo del grueso de la población a más de agobiarla con impuestos, se persigue con todo ello garantizar que fluyan hacia el extranjero cuantiosos recursos del país para el pago cumplido y completo de intereses, remesas de utilidades y pagos por importaciones. Vueltas de tuerca para optimizar el “riesgo país”, ese eufemismo con el que se califica el grado de docilidad ante la inversión extranjera y las licencias que esta requiere para someter y depredar.

Todo aquello, en fin, que constituye ese modelo desueto y ruinoso, el neoliberal, que rechazan desde la calle trabajadores, maestros, estudiantes y masivas comunidades ciudadanas pero que este gobierno –tan sordo y ciego a la evidencia de su repudio como fiel a la plutocracia imperial que sirve–, persiste en seguir aplicando, incluso en contravía del más importante propósito nacional: la paz.

De hecho, la contradictoria receta de paz con ajuste fiscal oscurece o dificulta así la comprensión de millones y millones de colombianos sobre la circunstancia básica del momento actual de Colombia, el proceso de paz y el cumplimiento de sus acuerdos. Son precisamente los estragos del antisocial esquema económico imperante, aunados a los escándalos de la gran corrupción, que el colombiano del común percibe como generados, aupados o consentidos por las cúpulas gobernantes, factores que obstruyen a más no poder una conciencia clara de la importancia capital de la conquista de la paz, al igual que contribuyen a desanimar la movilización ciudadana en pro de tan sustancial meta. Piénsase, que como no es digno de credibilidad ni de apoyo el gobierno que promueve la aplicación de medidas tan lesivas al interés del pueblo, que incumple abiertamente sus compromisos y ordena proceder a los destacamentos represivos frente a la protesta social, entonces el proceso de paz que llevó adelante el mismo, se concluye de modo equivocado, no debe tampoco resultar tan confiable ni merecedor del respaldo popular. Que una paz indiferente a las duras condiciones de vida de los asalariados rasos y demás mayorías, se complementa, no amerita atención ni esfuerzos mayores. O peor aún, que –al decir de los enemigos de la paz– como los acuerdos de La Habana vienen lacrados por la impunidad de los insurgentes, atentados contra la propiedad privada y ofensas a la tradición cristiana de la familia, debe repudiárseles.

Lo dicho quedaría muy incompleto sin recalcar lo principal: tiene que repararse en que los mencionados desatinos del gobierno no solo provocan el resuelto rechazo de las mayorías nacionales sino que llevan leña seca al fuego que atiza en el país la extrema derecha, y en primer lugar el uribismo, contra el proceso de paz. Cabalgando sobre exabruptos del gobierno y sus medidas contra la nación y el pueblo, que en su momento el gobierno Uribe también perpetró, y aún peores, los ultraderechistas aprovechan tanto yerro y disparates para predisponer amplios sectores de la ciudadanía contra su propio interés, es decir, contra la paz. Dígase si no el descalabro recibido en el referendo del 2 de octubre. Otro tanto cabe decir de la canalización en contra de la paz.

No obstante, podría afirmarse que 2016 fue para Colombia un año de sustanciales logros y avances del proceso de paz, no sólo en tanto que al pie de los acuerdos alcanzados se estampó la firma de la finalización definitiva de la contienda armada, sino en cuanto dio lugar al lapso de mayor reducción en décadas de sucesos violentos y pérdida de vidas humanas. Podría agregarse asimismo, que en lo que va del 2017, se puso en marcha el procedimiento expedito de aprobación de leyes, actos reformatorios de la Constitución y decretos para apuntalar el proceso, paralelo al arranque en firme, nada menos, que de la dejación efectiva de las armas por parte de las Farc. Pero diríase en cambio, con fundamento, que la fase en desarrollo de la implementación de los acuerdos de paz aparece cada vez más como una senda erizada de obstáculos, cual pesado rosario del que cuelgan complicaciones en crescendo. Nada descartable aparece, en esa perspectiva, la posibilidad del desmoronamiento mismo de los acuerdos.

Por tanto, es esencial llamar la atención del país democrático sobre el hecho de que a la lucha social contra el apretón neoliberal del gobierno sobre el gasto social y productivo del Estado, justa y necesaria como es, no debe dejársele manipular –bajo el impacto de la denuncia de la gran corrupción y la propaganda uribista–, hasta el punto de dejar de lado o relegar la importancia primordial que para la suerte del país tiene la implementación de los acuerdos de paz. Sería, por la vía loable de la masiva movilización popular y motivada por el repudio a la política económico-social del gobierno, desembocar en el reemplazo de lo clave y principal del momento, la paz, por lo que no alcanza a tener el mismo peso.

La lucha contra la corrupción, con toda la importancia que tiene y la indignación que suscita, no será factible de ser librada a fondo sin la supresión de la violencia política de conocido cuño, sin el ambiente institucional que solo puede traer aparejado la paz. El desenfoque general que implicaría no concentrar la energía y el esfuerzo democrático en lo primordial y determinante de la situación de Colombia, el cumplimiento de los acuerdos de La Habana y la consolidación de la paz –que lejos de haberse conseguido sufre ataques desde flancos múltiples–, podría derivar en gravísimas consecuencias en lo inmediato, y afectaría el mediano y largo plazo.

Es lógico esperar de las direcciones de los sectores democráticos, y en especial de la izquierda, la orientación acertada para la actual situación que permita ponerse de acuerdo en desplegar una táctica adecuada. Ante lo que sucede en lugar de ello, no debe seguirse ignorando a qué contribuye realmente desestimar la importancia de la paz en el presente y el porvenir del país, así sea invocando las reivindicaciones populares y la necesidad de la lucha contra la corrupción. Si se desconoce que la paz es el factor clave e hilo conductor, se sirve objetivamente y de modo inexorable a los intereses de los enemigos de la paz, a las facciones de la extrema de derecha colombiana, las que encabezan el expresidente Álvaro Uribe y el aspirante presidencial Germán Vargas Lleras.

El desenvolvimiento de todos los asuntos, la economía, la lucha democrática y la posibilidad de lograr cambios profundos, depende de que el país sea o no capaz de aclimatar la paz y afianzarla. Dígase lo que se quiera, se sea consciente o no de ello, las próximas elecciones presidenciales estarán atravesadas por esta disyuntiva y sus resultados incidirán decisivamente en su resolución. Es evidente que de ganar la presidencia alguna de las candidaturas de las dos fuerzas de la ultraderecha, sería inminente el desmonte de los acuerdos de paz, el advenimiento del fascismo envuelto en ropaje constitucional, como el retorno de los oscuros tiempos de los organismos de seguridad dirigidos por agentes de los paramilitares, los falsos positivos y las chuzadas a granel.

El mero instinto de conservación de los sectores democráticos del país urge la búsqueda del agrupamiento de sus fuerzas en esa “enorme coalición” en buena hora invocada por el exjefe del equipo negociador de la paz por parte del gobierno, Humberto de La Calle. Los 7 millones de votos alcanzados por el uribismo en la primera vuelta de las presidenciales del 2014, la victoria del No en el plebiscito de 2016, el lanzamiento disfrazado de ceremonia oficial de la campaña del exvicepresidente por el mismo gobierno Santos, como las maniobras de aproximación Vargas Lleras-Uribe auspiciadas por el clan Char, al igual que el previsible agrietamiento de la Unidad Nacional por la atracción que ejercen el vargasllerismo y el uribismo sobre buena parte de su colección de gamonales regionales, incluida la candidatura del exembajador en Washington, constituyen suficientes señales y razones de la inminencia del peligro ultraderechista.

La obtención de las mayorías en las presidenciales en las que Santos fue electo para su segundo período –en la cuales el apoyo de la izquierda fue decisivo–, bien valió la pena en la medida en que su gobierno negoció el acuerdo de paz con las Farc. Para 2018, no es posible enfrentar y derrotar la extrema derecha sin una muy ancha coalición integrada por la izquierda, el centro y la derecha civilista partidaria de la paz. En estas presidenciales, con vistas a la conjunción democrática de fuerzas que se requiere, aunque los aspirantes madrugaron a iniciar sus campañas, el tiempo apremia. Lo lógico es que cada sector escoja su propio candidato mientras se adelantan consultas e intercambios entre todas las agrupaciones partidarias de la paz, en orden a concertar una consulta entre todos los aspirantes para escoger un candidato único.

El programa indicado por la realidad nacional para la “enorme coalición” gravita alrededor de puntos tan simples y breves como trascendentes: paz, democracia, reivindicaciones populares, mejoramiento del nivel general de vida, desarrollo nacional y contribución a la batalla mundial contra el calentamiento global. Por supuesto, la lucha contra la corrupción habrá de ocupar destacado lugar. Los cálculos basados exclusivamente en los giros de la veleta que guía en ocasiones al gran público, como los pleitos menores, debieran ceder el paso, especialmente entre la izquierda y en el centro, al interés general. Ese que emerge de una nítida visión de la clave real de la dinámica del país. Esta vital meta bien vale otra misa.

Las aproximaciones adelantadas por Claudia López, Sergio Fajardo, Clara López, Antonio Navarro y Jorge Robledo, como aspirantes o precandidatos presidenciales, pueden constituir pasos en la dirección apropiada. Cuestiones cardinales, en un intercambio franco y saludable con todos los sectores democráticos y de izquierda, podrían apreciarse en su plena dimensión. Superando las exclusiones, incluyendo a Gustavo Petro, cuyo papel e influencia pública lo colocan entre quienes no pueden faltar en la baraja de aspirantes a la candidatura única del campo democrático.

Bogotá, 1º, de junio de 2017 

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