¡Lo ancho pa’ ella, lo angosto pa’ los demás!

La vicepresidenta debía dejar de victimizarse, poner la cara, dar las explicaciones correspondientes, no creer en el cuento de que el país le tiene una deuda gigante por sus servicios prestados y no convertir en dogma de vida la odiosa "ley del embudo".

Por Yezid García Abello
Bogotá D.C., 15 de junio de 2020

Si una frase caracteriza de manera exacta el talante de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez es el título de esta columna. Todo lo juzga con un amañado doble rasero a través del cual califica y descalifica de acuerdo con su interés político o económico. Y, curiosamente, de ese juicio pretende siempre salir bien librada como si nada grave hubiera pasado, y el episodio termina con unas conmovedoras lágrimas ante las cámaras de televisión.

Por ejemplo, es imposible ocultarle al mundo que ella, como ministra de Defensa de Álvaro Uribe Vélez, era la directa responsable en el gabinete ministerial del desarrollo de la Operación Orión, operación militar llevada a cabo el 16 y 17 de octubre de 2002, en San Javier, en la comuna 13 de Medellín. Y que esa ofensiva, comandada sobre el terreno por el cuestionado general Mario Montoya, se realizó en compañía y con la colaboración plena del bloque paramilitar Cacique Nutibara cuyo jefe era alias Don Berna. De esas horas de barbarie sobre una población que enarbolaba trapos y pañuelos blancos para clamar que cesaran los disparos oficiales se contabilizan más de un centenar de muertos, otro tanto de residentes desaparecidos y cerca de 300 heridos a bala.

Pero si el gravísimo incidente se menciona, la vicepresidenta dice que todo hace parte de una campaña para desprestigiarla y nunca, léase bien, nunca ha dado explicaciones serias y satisfactorias de porqué tropas que estaban dentro de su jurisdicción y competencia operaban en tan “malas compañías”.

Si un trabajo periodístico, la serie Matarife, afirma que ella pernoctaba con frecuencia en el club El Nogal, que desde allí se atendían ciertos asuntos oficiales, que hubo reuniones con jefes paramilitares, afirmaciones que concuerdan con el criterio del Consejo de Estado que estableció que por esos hechos el riesgo sobre el club El Nogal había crecido y por ende la responsabilidad del Estado frente al trágico atentado, se responde con una demanda al periodista Daniel Mendoza y múltiples amenazas de la jauría uribista contra él. Pero ella, obligada a dar explicaciones al país sobre esos hechos, guarda irritante silencio.

Luego apareció la investigación de la agencia Insight Crime y su codirector Jeromy Dermott, entidad e investigador que gozan de amplio reconocimiento internacional como periodistas serios y bien documentados. Se trata de la vinculación de la empresa constructora Hitos Urbanos, empresa familiar conformada por la vicepresidenta, su esposo y su hija, que asociada con el presunto narcotraficante y jefe paramilitar Guillermo León Acevedo Giraldo, apodado Memo Fantasma, construyó en Bogotá el edificio Torre 85. La reacción de Marta Lucía Ramírez fue insistir en que se trataba de un capítulo más de la campaña para desprestigiarla, de “una bajeza de sus enemigos políticos” y nuevamente el uribismo cerró filas a su alrededor.

Conminada por los medios, la vicepresidenta afirmó que ella le había solicitado al general Naranjo antecedentes de ese oscuro personaje y que Naranjo nunca le dijo que era un delincuente. Pero jamás mostró a la opinión pública ni a la prensa la solicitud ni la supuesta respuesta del general. Es decir, no constaba por escrito. Este capítulo de la novela, que también tuvo lágrimas ante las cámaras no terminó allí, porque la Fiscalía ya llamó a declarar sobre el tema a su esposo Álvaro Rincón.

De la ñeñepolítica, a ella, que se proclama paladín de la lucha contra la corrupción, no se le conoce una sola opinión. Pero el país no ignora que si la campaña presidencial de Duque compró votos en La Guajira, ella como candidata a vicepresidenta es directamente beneficiada del confeso fraude electoral que el Fiscal se ha negado, a través de una dilación tras otra, a investigar seriamente. Ella ha preferido, sibilinamente, pasar de agache y que la indignación popular por el contenido de largas horas de grabación de las conversaciones del Ñeñe con sus amigos uribistas recaiga sólo sobre Duque.

Los periodistas Gonzalo Guillén y Julián Martínez, con quienes los colombianos tienen una enorme deuda por todos los servicios prestados a la verdad, publicaron a finales de la semana anterior una investigación que señala que el hermano de Marta Lucía Ramírez, Bernardo Ramírez Blanco, fue procesado y condenado por una corte de Miami por tráfico de heroína en 1997. La sentencia fue de 4 años y medio de prisión y su hermana pagó una garantía o fianza de 150.000 dólares para asegurar la presencia del acusado en el juicio.

La respuesta de la doctora Ramírez fue como siempre, de nuevo señalar que había una campaña en su contra orquestada por sus enemigos políticos, que esos hechos constituían una “tragedia” para su familia y un lamentable “error” de una persona joven de 36 años, que hoy se había convertido en “un trabajador y jefe familiar ejemplar”. Y para completar, que ella había informado de estos hechos a quienes ella consideraba debía informar, a los presidentes Pastrana y Uribe, de estas “dolorosas circunstancias” y por ello, había procedido como correspondía. Sólo le faltó solicitar una condecoración por su ejemplar comportamiento.

Pues no, señora vicepresidenta, no procedió como correspondía. Si bien es cierto que en ninguna sociedad civilizada se castigan los delitos de sangre, usted sí tenía la obligación, por su carrera política, por los cargos oficiales que ha ocupado, por los votos que ha solicitado a los colombianos, de informar de la “tragedia”, para usar sus palabras, suya y de su familia.

La pregunta derivada de sus frases de justificación es obvia: ¿Por qué le informó a Pastrana y a Uribe, y no le dijo nada a Duque? ¿Tan poco aprecio, consideración y respeto tiene por el subpresidente? El conocimiento de esta historia hubiera sido un obstáculo mayúsculo en la carrera por la presidencia en el 2018. Y claro, con su particular doble rasero, decidió no contarle nada ni al candidato ni a los colombianos.

Ella, la que confunde día de por medio a Duque con Uribe y lo llama presidente, la que afirmó que la migración venezolana “hacia parte de la estrategia expansionista del socialismo del siglo XXI”, la que calificó al exprocurador Ordoñez de “general de cuatro soles”, la que dijo que era más dañino tomar cien vasos de agua que uno de glifosato, la que nunca ha estado de acuerdo con la cuarentena, el confinamiento y el cierre de los aeropuertos porque se afecta la economía, la que llamó “atenidos” a los colombianos que pedían ayuda y solidaridad oficial ante la pandemia, debía dejar de victimizarse, poner la cara, dar las explicaciones correspondientes, no creer en el cuento de que el país le tiene una deuda gigante por sus servicios prestados y no convertir en dogma de vida la odiosa “ley del embudo”.

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