En la etapa de implementación de los acuerdos. LA PAZ NO ES PÁGINA VOLTEADA

Se acumula una combinación tal de factores adversos que, de no volcarse el peso decisivo del apoyo ciudadano en apoyo del cumplimiento de los acuerdos de La Habana, la fase de implementación de la paz puede verse en serio peligro de truncarse.

Por Marcelo Torres, Secretario general del PTC

No es cierto que la paz en Colombia sea asunto superado. En contravía de una errónea percepción –que desafortunadamente pareciera extenderse–, los extraordinarios avances logrados en 2016 en la ruta hacia la paz distan mucho de haber coronado meta tan fundamental, y muchísimo menos de poder considerarse como consolidada. Por el contrario, una creciente acumulación de factores adversos amenaza con descarrilar o interrumpir abruptamente lo que fuera entusiasta y lúcida marcha del país hacia el imprescindible objetivo. En ese cortejo de circunstancias negativas no es la menor esa suerte de enfriamiento, despiste o desorientación en torno a la valoración de la paz entre el grueso de nuestros compatriotas. Crucial y decisiva como puede resultar, para mal, se manifiesta en un escepticismo, desinterés, o abierta incredulidad respecto del cumplimiento de los acuerdos de paz. Es lo que se han dedicado a difundir las encuestas del día. A lo cual hacen eco y refuerzan la mayoría de medios de comunicación y fabricantes de opinión. Como proceden también, no pocos dirigentes políticos hoy candidatos presidenciales, incluidos varios de centro y de izquierda.

Es verdad que con esta pérdida de peso del tema de la paz como foco de la atención pública tienen mucho que ver tanto los escándalos de la gran corrupción como el generalizado descontento y malestar social generado por el obstinado apego de la administración Santos en la aplicación del regresivo esquema económico-social, que hace demasiados lustros soporta el país. Cuyos desastrosos efectos y protestas sociales resultantes, son intensamente aprovechados por las facciones de extrema derecha opuestas a la paz, y en primer lugar por el uribismo, como si los ocho años de la seguridad democrática y de “confianza inversionista”, al igual que el cuatrienio de Pastrana, hoy su socio, no hubiesen rebosado de febril neoliberalismo. Los ultraderechistas contribuyen activamente a acentuar así entre las masas de colombianos no solo la respuesta –que políticamente les conviene– de justa indignación y repudio hacia el actual gobierno, sino lo que realmente les interesa: atizar la actitud de desconfianza y abandono de la política de paz.

Puede que aparezca muy arduo o poco práctico navegar contra la corriente o el viento del día, en lugar de plegarse a estos y sacarles partido. Pareciera que la genial  estrategia consistiría en tratar de encaramarse en la espontánea ola anticorrupción, dejando de lado todo lo demás. Aunque entre “lo demás” se encuentre la verdadera clave o factor determinante del rumbo del país. O sea, aunque con el agua sucia arrojemos también la criatura. En esa disyuntiva entre una política de conveniencias, de medrar con lo que esté en boga, o actuar desde la orilla de los intereses del país y la gran mayoría de su gente, nos mantenemos en esta última. Por ello, frente a la carga de confusión y desorientación que satura el ámbito nacional insistimos en la premisa primera de esta discusión: en Colombia, la paz no es una página volteada. He aquí el catálogo de hechos y razones en que nos basamos para afirmarlo.

El asesinato de líderes sociales

Varios nubarrones ensombrecen el horizonte colombiano. El más oscuro hoy son las acciones criminales que vienen enlutando las áreas rurales por la cadena de asesinatos, atentados y amenazas contra líderes sociales, especialmente los que luchan por la restitución de tierras de comunidades campesinas o de desplazados en similar condición. El alarmante fenómeno se disparó de nuevo desde 2015, cuando entraban en su etapa final las negociaciones de paz; aunque para 2016 el gobierno reconoce sólo alrededor de la mitad del número de líderes asesinados que registran diversas entidades humanitarias, varias de las cuales afirman que 125 personas que jugaban ese papel fueron ejecutadas ese año. En medio de un notorio incremento de la delincuencia común, especialmente en las zonas rurales, las acciones del gobierno contra el llamado Clan del Golfo recibieron como respuesta el “Plan Pistola” que ha cobrado ya más una decena de policiales muertos y casi cuarenta heridos. Con la inocultable gravedad que reviste se registra, en forma concomitante, la progresiva ocupación de bandas armadas ilegales –que el gobierno se resiste a llamar paramilitares– de zonas dejadas por las Farc dado su desplazamiento hacia las zonas de concentración definidas en los acuerdos.

Al tiempo, el Centro Democrático anunció en su convención que con su retorno al gobierno volvería “trizas” los acuerdos de paz. Voceros de Cambio Radical, el agrupamiento de la otra facción de extrema derecha, la del aspirante presidencial Vargas Lleras, corearon las amenazas uribistas contra la paz anticipando a su turno que de ganar la presidencia, no negociarían con el Eln. Ante el anuncio de que el gobierno proyectaba expedir un decreto-ley en cumplimiento de los acuerdos de paz, sobre distribución de tierras entre agricultores con poca tierra o sin ella y la formalización de la propiedad campesina, conocidos portavoces uribistas de inmediato vociferaron su repudio.

La manzana de la discordia: las tierras del despojo

De nuevo salió a flote que, para el uribismo, la más tangible contradicción contenida en los acuerdos de paz es el punto que prevé la extinción de dominio o la expropiación administrativa sobre las tierras ilegalmente apropiadas. Porque es con estos procedimientos con los cuales se conformará, entre otros, el Fondo de Tierras de tres millones de hectáreas previsto en los acuerdos de paz para repartirlas entre campesinos con ninguna o con poca tierra. Como quien dice, queda claro que el uribismo defenderá a capa y espada –y esto no parece ser mera metáfora– el satu quo del agro resultante de la violencia, y se opondrá con todo a la restitución de tierras al campesinado prevista en la ley. Es decir, que uno de los asuntos de fondo implícito en el pugilato de la extrema derecha por impedir la implementación de los acuerdos de paz tiene que ver con la trascendente cuestión de quiénes se quedarán, en definitiva, con los 7 u 8 millones de hectáreas de tierras arrebatadas por la fuerza al campesinado. Es en este contexto que debe entenderse la airada reacción del expresidente Álvaro Uribe ante la revelación de la Contraloría de que su hacienda El Ubérrimo encabeza la lista de 322 predios investigados por acumulación irregular de baldíos, que ocupan más de 123.000 hectáreas en varios departamentos. La masa de feligreses del uribismo haría bien en reflexionar sobre cómo su movilización, su apoyo público y sus votos, apuntalan la poco noble causa de consolidar el despojo de tierras a la nación y al campesinado por un puñado de grandes despojadores y sus testaferros.

El retraso en la dejación de las armas

El proceso de dejación de las armas por las Farc, punto fundamental de los acuerdos de paz, enfrentó injustificables retrasos. Se inició en firme sólo hasta el 1º de marzo de este año, cuando debía haber empezado el 31 de diciembre del anterior. En consecuencia, el gobierno tuvo que extender el plazo hasta finales de junio. La responsabilidad recae sobre el gobierno puesto que se presentaron considerables retrasos en la construcción de las zonas campamentarias y en la logística, especialmente respecto de la deficiente o nula dotación de agua potable, carencia o insuficientes instalaciones sanitarias, y en el suministro incompleto, a tiempo y en buen estado, de los alimentos. En fecha tan avanzada como a primeros de abril, se conoció que las mayores demoras se registraban en 11 de los 26 puntos de las llamadas zonas veredales transitorias en las cuales se acordó la concentración de las Farc. Amén del serio inconveniente que implica el retraso de la dejación de armas, está el de la situación en las zonas donde se ubicaban las Farc. Grupos ilegales armados, bacrim-paramilitares, disidencias de las Farc y otras agrupaciones insurgentes, intentan reemplazar a estas con la fuerza de las armas luego de su retiro, especialmente en Chocó, Nariño y el andén Pacífico en general, el Catatumbo y el Guaviare. Distintos observadores, incluyendo la OEA, han informado que con excepción de las acciones frente al Clan del Golfo, las ejecutorias del gobierno al respecto son insuficientes, van a la zaga del proceso y no tuvieron la debida preparación.

La agenda legislativa

En desarrollo de la agenda legislativa derivada del acuerdo de La Habana, el Presidente emitió 34 decretos con fuerza de ley que, entre otros varios asuntos, pusieron en vigencia la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos. Pero al fast-track, otro de los temas cardinales, le surgió un considerable escollo: la Corte Constitucional se pronunció sobre este en el sentido de que el Congreso puede modificar los proyectos legislativos presentados por el gobierno para su expedito trámite y derivados de los acuerdos de paz. De las 27 leyes que deben aprobarse, sólo seis proyectos de implementación surtieron su paso por el Congreso y sobre ellos no se aplica la decisión de la Corte: ley de amnistía, reglamentación para la participación de los voceros de las Farc en el Legislativo en el fast track, creación de la justicia para la paz, blindaje jurídico constitucional del acuerdo, estatuto de la oposición y reglas para el nuevo partido en que se convertirán las Farc. Entre los pendientes de aprobación figuran el que crea las circunscripciones especiales de paz, que son 16 zonas acordadas en La Habana, la reforma política y electoral, y respecto del punto de reforma rural integral, el que establece un ordenamiento social de la propiedad de la tierra y la adjudicación de baldíos. Asuntos sustanciales de los acuerdos de paz sobre los cuales sí rige la decisión de la Corte. Es decir, que en adelante, los proyectos legislativos siguientes podrían sufrir, ejercida por los enemigos de la paz, la consabida práctica de la dilación parlamentaria, con el clarísimo propósito de torpedear el avance de la fase de la implementación de los acuerdos de paz. O aún más, generar modificaciones que alteren de modo sustancial puntos de los mismos acuerdos. La aseveración de que el gobierno tiene las mayorías parlamentarias también debe sopesarse a la luz real del sol a la espalda que ya tiene Santos y en consecuencia, de su declinante margen de maniobra.

Un tópico crítico: la JEP

Uno de los asuntos más complejos y tensionantes de la implementación de los acuerdos Gobierno-Farc, ha sido la definición de la línea gruesa de la Jurisdicción Especial para la Paz. En cuanto estuvo precedida de fuertes presiones sobre el gobierno, provinientes de considerables segmentos de la comunidad de militares retirados que ejercieron el alto mando de la fuerza pública, y cuyos innumerables y estrechos lazos e influencia sobre los mandos activos y el conjunto de la institución armada es incuestionable, se constituye en un asunto candente, de primordial importancia, que revela realidades actuantes que ningún colombiano puede desestimar y plantea cruciales interrogantes hacia el futuro inmediato.

Los militares en retiro, a través de una carta dirigida por su organización, Acore, al Presidente Juan Manuel Santos en diciembre pasado, expresaron toda una serie de desacuerdos con el entonces proyecto de acto legislativo que instituye la JEP, quejándose de que no se había tenido en cuenta sus propuestas. De modo principal objetaban la aplicación del derecho internacional humanitario a los procesos donde están involucrados miembros de sus filas, especialmente en lo concerniente al apartado –ultrasensible entre la oficialidad castrense– de la responsabilidad del mando relativa a los crímenes de lesa humanidad. En una nueva carta de la misma organización, firmada por 28 excomandantes de las Fuerzas Militares al Presidente, de marzo de este año, sus preocupaciones vuelven a centrarse en su demanda de que el derecho penal colombiano prevalezca sobre el derecho internacional humanitario. Se pronuncian en contra de que las zonas veredales transitorias se vuelvan permanentes por voluntad de las Farc y se conviertan en “repúblicas independientes”. Discrepan en que se incluya extranjeros como magistrados de la JEP y personas críticas de las Fuerzas Armadas. Reclaman por el aplazamiento por parte del Gobierno de “un tratamiento especial diferenciado” a miembros de la Fuerza Pública que les otorgue “suspensión de la persecución penal y libertad transitoria anticipada”. Y reviraron abiertamente por la inclusión de un número significativo de miembros de las Farc como escoltas en la Unidad Nacional de Protección.

Una vez plasmada la Jurisdicción Especial de Paz en el Acto Legislativo No. 1 de comienzos de abril, y comenzada a desarrollar días después en el Decreto Ley 587, es claro que el gobierno finalmente aceptó e incorporó en la JEP lo sustancial de las demandas militares. En el espinoso tema de la responsabilidad del mando militar, la posición sostenida por Acore, resumida en que tal responsabilidad se configura sólo cuando hay mando formal o legal, y no simplemente con la capacidad efectiva de mando, se apartó de la concepción del derecho internacional humanitario aduciendo la prevalencia de la legislación colombiana. Por ello, en lo relativo al forcejeo sobre si la JEP aplicaría o no el derecho internacional humanitario y el Estatuto de Roma –las normas de la Corte Penal Internacional–, uno de los artículos transitorios del Acto Legislativo, zanjó el asunto al establecer que la JEP “al adoptar sus resoluciones o sentencias hará una calificación jurídica que se basará en el Código Penal colombiano y/o en las normas de Derecho Internacional en materia de Derechos Humanos (DIDH), Derecho Internacional Humanitario (DIH) o Derecho Penal Internacional (DPI), siempre con aplicación obligatoria del principio de favorabilidad”. Es decir, que la aplicación de todas estas modalidades clave del derecho internacional será opcional, no obligatoria.

Al respecto, el exembajador norteamericano en Colombia, Myles Fechette, en su declaración a un medio colombiano a fines de abril, sostuvo que “Acore es una organización poderosísima en Colombia. Ya ve usted el chantaje que le están haciendo al presidente Santos para que no les den el mismo tratamiento a los militares que a la guerrilla por crímenes de lesa humanidad.” Y algunos reconocidos juristas, de diversa tendencia ideológica, entre ellos Rodrigo Uprimmy, han prevenido sobre la eventualidad de que habida cuenta del esguince hecho al derecho internacional humanitario, la Corte Penal Internacional no reconozca algunas decisiones de la JEP, afectando con ello la seguridad jurídica de sus fallos.

Los cultivos ilícitos

Otra traba a la implementación de los pactos de La Habana, con marcada tendencia a la complicación, han sido los problemas con que se topa el acuerdo para la erradicación voluntaria de cultivos ilícitos, y para el cumplimiento del compromiso del gobierno a coadyuvar el reemplazo de tales sembrados por otros legales que contribuyan a la seguridad alimentaria. Podría sorprender que medidas de tan evidente conveniencia nacional, complementadas con la decisión del gobierno de suspender la fumigación con glifosato, tuvieran los tropiezos en curso.

Se debe a que el gobierno decidió, de modo unilateral en algunas zonas –como en Tumaco–, adelantar la erradicación de manera forzosa, con efectivos del Ejército. También al justificado escepticismo de las comunidades, cuya experiencia les indica que no bastan los subsidios, por uno o dos años como se ha anunciado, sin un apoyo resuelto y permanente a la producción agrícola, con créditos de fomento, asistencia técnica, escuelas, puestos de salud y vías de comunicación. Precisamente aquello a lo cual los gobiernos de los últimos 27 años han vuelto la espalda en aras del modelo que privilegia las importaciones agrícolas de los países desarrollados y permite la ruina de la agricultura nacional. E igualmente y sobre todo, se debe a que la política sobre cultivos ilícitos y narcotráfico ha venido subordinada durante décadas a la infructuosa “guerra contra las drogas” de Estados Unidos. Porque los cultivadores de coca y de otros alucinógenos encontraron una forma de susbsistencia en esas labores después de que la ruina de la producción del campo, la violencia y la descomposición social, los empujara a las zonas económicas periféricas y más allá de los bordes de la frontera agrícola. En cambio, la mafia norteamericana que trafica al menudeo narcóticos en las calles de Estados Unidos, y los grandes bancos gringos que lavan las ganancias del narcotráfico, se quedan con la parte del león de las ganancias.

Los incipientes anteriores asomos de autonomía del gobierno en esta materia parecen plegarse al disgusto de Washington por la suspensión de las fumigaciones aéreas con glifosato, herbicida de la multinacional Monsanto, cuyos considerables efectos perjudiciales sobre nuestra población y fauna van a resultar así impuestos de nuevo por obra y gracia de sus intereses de mercado. No importa el elevado número de estudios científicos que acreditan estas conclusiones –entre ellos el caso de Monte Maíz, localidad de Córdoba, Argentina–, del cual la publicación científica International Journal of Clinical Medicine divulgó el informe sobre la fuerte asociación entre cáncer y exposición ambiental por contaminación con glifosato, al igual que investigación de la Facultad de Bioquímica de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), reveladora de que la toxicidad del mismo afecta el desarrollo y funcionamiento del sistema nervioso de mamíferos. La diligencia del actual Fiscal para que se restablezca la fumigación aérea y el reciente fallo de la Corte Constitucional puede abrirle de nuevo la puerta a la funesta práctica. Las enormes presiones gringas se han amplificado ahora por el aumento de casi el doble de la extensión de los cultivos de coca desde 2014, y porque Colombia fue señalada en el informe norteamericano sobre drogas ilícitas de 2016 como la principal fuente del suministro de cocaína de Estados Unidos, abastecido por los carteles de los mayoristas mexicanos.

Todo lo cual sugiere que, tal como van las cosas, entre las casi 82 mil familias sembradoras de coca en aproximadamente unas 64 mil hectáreas, comprendidas en los 23 acuerdos suscritos por las Farc en La Habana sobre cultivos ilícitos, y el gobierno, se librará una prolongada puja por el cumplimiento de dichos pactos, de un lado, y por la continuidad de la vieja política antidrogas norteamericana, del otro.

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Se acumula, en suma, una combinación tal de factores adversos que, de no volcarse el peso decisivo del apoyo ciudadano en apoyo del cumplimiento de los acuerdos de La Habana, la fase de implementación de la paz puede verse en serio peligro de no convertirse en realidad. Y por tanto, que el flagelo de la violencia política, de la sustancial disminución de su incidencia en la vida de los colombianos –que ya puede contarse como uno de los frutos tempranos de los acuerdos de paz–, podría pasar a recrudecerse de nuevo, con todos sus horrores. Sólo que en esta ocasión si alguno de los candidatos de extrema derecha gana la presidencial, el país padecería la férula de una extrema derecha fortalecida, después de haber hecho trizas los más importantes acuerdos de paz logrados en más de medio siglo de conflicto armado, y dispuesta a imponer su retrógrado orden de cosas mediante todos sus métodos conocidos. Es claro que más allá de apariencias y percepciones inducidas, el eventual retorno de la violencia proyectará su sombra más que nunca sobre la contienda por la presidencia de la república. Que, lejos de ser un tema “chuleado”, la paz sigue siendo una meta por conquistar, y la más importante del país. Pues sin la civilización de la lucha política, producto de la paz, ¿qué condiciones habría para adelantar el combate contra la corrupción y por las reivindicaciones de la democracia y el progreso? Con plena conciencia, o sin ella, los colombianos no podremos soslayar en el presente y el futuro inmediato la fundamental decisión de desestimar la implementación de la paz o de persistir en la lucha por su cumplimiento.

Bogotá, 31 de mayo de 2017

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